jueves, 17 de septiembre de 2009

LA NUEZ DE ORO


La Nuez de oro

La linda Maria, hija del guardabosques, encontró un día una nuez de
oro en medio del sendero.
-Veo que has encontrado mi nuez.
Devuelvemela -dijo una voz a su espalda.
María se volvió en redondo y fue a en- contrarse frente a un ser
diminuto, flaco, vestido con jubón carmesí y un puntia-gudo gorro.
Podría haber sido un niño por el tamaño, pero por la astucia de su
rostro comprendió la niña que se trataba de un duendecillo.
-Vamos, devuelve la nuez a su dueño, el Duende de la Floresta
-insistió, inclinándose con burla.
-Te la devolveré si sabes cuantos pliegues tiene en la corteza. De
lo con-trario me la quedaré, la venderé y podré comprar ropas para
los niños pobres, porque el invierno es muy crudo.
-Déjame pensar..., ¡tiene mil ciento y un pliegues!
María los contó. ¡El duendecillo no se había equivocado! Con
lágrimas en los ojos, le alargó la nuez.
-Guárdala -le dijo entonces el duende-: tu generosidad me ha
conmovido. Cuando necesites algo, pídeselo a la nuez de oro.
Sin más, el duendecillo desapareció.
Misteriosamente, la nuez de oro procuraba ropas y alimentos para
todos los pobres de la comarca. Y como María nunca se separaba de
ella, en adelante la llamaron con el encantador nombre de 'Nuez de
Oro".
FIN


Cuentos Infantiles

LA LIEBRE Y LA TORTUGA


La liebre y la tortuga

En el centro del bosque había un amplio círculo, libre de árboles,
en el que los animales que habitaban aquellos contornos celebraban
toda clase de competiciones deportivas.
En el centro de un grupo de animales hablaba la bonita y elegante
Esmelinda, la liebre:
- Soy veloz como el viento, y no hay nadie que se atreva a competir
conmigo en velocidad.
Un conejito gris insinuó, soltando la carcajada y hablando con
burlona ironía:
- Yo conozco alguien que te ganaría...
- ¿Quien? - Preguntó Esmelinda, sorprendida e indignada a la vez.
- ¡La tortuga! ¡La tortuga!
Todos los allí reunidos rompieron a reír a carcajadas, y entre las
risotadas se oyeron gritos de: "¡La tortuga y la liebre en carrera!
¡Frente a frente!
En el centro del grupo la liebre alzó su mano para ordenar silencio.

- ¡Qué cosas se os ocurren! Yo soy el animal más veloz del bosque y
nadie sería capaz de alcanzarme.
Y se alejó del lugar tan rápidamente como si tuviera alas en los
pies. La liebre se dirigió al mercado de lechugas, pues la tortuga
era vendedora de la mencionada mercancía, y se aproximó a la tortuga
contoneándose:
- Hola tortuguita, vengo a proponerte que el domingo corras conmigo
en la carrera.
La tortuga se le quedó mirando boquiabierta.
- ¡Tú bromeas! Yo soy muy lenta y la carrera no tendría emoción.
Aunque, ¡quién sabe!
- ¿Como? Pobre animalucho. Supongo que no te imaginarás competir
conmigo. Apostaría cualquier cosa a que no eres capaz.
- Iré el domingo a la carrera.
Una vieja tortuga le dijo:
- Tu eres lenta pero constante...; la liebre veloz, pero inconstante
ve tranquila y suerte, tortuguita.
El domingo amaneció un día espléndido. En el campo de los deportes
reinaba una gran algarabía.
- ¡Vamos, retírate! - le gritaban algunos a la tortuga. Pero la
tortuga, aunque avergonzada no se retiró.
La liebre, después de recorrer un trecho se echó a dormir y cuando
despertó siguió riendo porque la tortuga llegaba entonces a su lado.

- ¡Anda, sigue, sigue! Te doy un kilómetro de ventaja. Voy a ponerme
a merendar.
La liebre se sentó a merendar y a charlar con algunos amigos y
cuando le pareció se dispuso a salir tras la tortuga, a quien ya no
se la veía a lo lejos.
Pero, ¡ay!, la liebre había sido excesivamente optimista y
menospreciado en demasía el caminar de la tortuga, porque cuando
quiso darle alcance ya llegaba a la meta y ganaba el premio.
Fue un triunfo inolvidable en el que el sabio consejo de una anciana
y la preciosa virtud de la constancia salieron triunfales una vez
más.
FIN

Cuentos Infantiles

LA LECHERA


La Lechera

Hace mucho tiempo, en una granja rodeada de animales, vivía la joven
Elisa. Una mañana de verano se despertó antes de lo acostumbrado.
¡Felicidades, Elisa! - le dijo su madre -. Espero que hoy las
vacas den mucha leche porque luego irás a venderla al pueblo y todo
el dinero que te den por ella será para ti. Ese será mi regalo de
cumpleaños.
¡Aquello sí que era una sorpresa! ¡Con razón pensaba Elisa que
algo bueno iba a pasarle! Ella que nunca había tenido dinero, iba a
ser la dueña de todo lo que le dieran por la leche. ¡Y por si fuera
poco, parecía que las vacas se habían puesto también de acuerdo en
felicitarla, porque aquel día daban más leche que nunca!
Cuando tuvo un cántaro grande lleno hasta arriba de rica leche,
la lechera se puso en camino.
Había empezado a calcular lo que le darían por la leche cuando
oyó un carro del que tiraba un borriquillo. En él iba Lucia hacia el
pueblo para vender sus verduras.
-¿Quieres venir conmigo en el carro? - le preguntó.
- Muchas gracias, pero no subo porque con los baches la leche
puede salirse y hoy lo que gane será para mí.
-¡Fiuuu...! ¡vaya suerte! - exclamó Lucía -. Seguro que ya sabes
en lo que te lo vas a gastar.
Cuando se fue Lucía, Elisa se puso a pensar en las cosas que
podría comprarse con aquel dinero.
Ya sé lo que voy a comprar: ¡una cesta llena de huevos! Esperaré
a que salgan las pollitos, los cuidaré y alimentaré muy bien. y
cuando crezcan se convertirán en hermosos gallos y gallinas.
Elisa se imaginaba ya las gallinas crecidas y hermosas y siguió
pensando qué haría después.
- Entonces iré a venderlos al mercado, y con el dinero que gane
comprará un cerdito, le daré muy bien de comer y todo el mundo
querrá comprarme el cerdo, así cuando lo venda, con el dinero que
saque, me comprará una ternera que dé mucha leche. ¡Qué maravilla!
Será como si todos los días fuera mi cumpleaños y tuviera dinero
para gastar.
Ya se imaginaba Elisa vendiendo su leche en el mercado y
comprándose vestidos, zapatos y otras cosas.
Estaba tan contenta con sus fantasías que tropezó, sin darse
cuenta, con una rama que había en el suelo y el cántaro se rompió.
-¡Adiós a mis pollitos y a mis gallinas y a mi cerdito y a mi
ternera! ¡Adiós a mis sueños de tener una granja! No sólo he perdido
la leche sino que el cántaro se ha roto. ¿Qué le voy a decir a mi
madre? ¡Todo esto me está bien empleado por ser tan fantasiosa!
Y así es como acaba el cuento de la lechera. Sin embargo. cuando
regresó a la granja le contó a su madre lo que había pasado. Su
madre era una madre muy comprensiva y le habló así:
- No te preocupes, hija, cuando yo tenía tu edad era igual de
fantasiosa que tú, pero gracias a eso empecé a hacer negocios
parecidos a los que tú te imaginabas y al final. logré tener esta
granja. La imaginación es buena sí se acompaña de un poco de cuidado
con lo que haces.
Elisa aprendió mucho ese día y a partir de entonces tuvo cuidado
cuando su madre la mandaba al mercado.

Adaptación de la fábula de La fontaine.

FIN


Cuentos Infantiles

LA GATA ENCANTADA


La gata encantada

Erase un principe muy admirado en su reino. Todas las jovenes
casaderas deseaban tenerle por esposo. Pero el no se fijaba en
ninguna y pasaba su tiempo jugando con Zapaquilda, una preciosa
gatita, junto a las llamas del hogar. Un dia, dijo en voz alta:
Eres tan cariñosa y adorable que, si fueras mujer, me casaria
contigo.
En el mismo instante aparecio en la estancia el Hada de los
Imposibles, que dijo:
Principe tus deseos se han cumplido.
El joven, deslumbrado, descubrio junto a el a Zapaquilda, convertida
en una bellisima muchacha.
Al día siguiente se celebraban las bodas y todos los nobles y pobres
del reino que acudieron al banquete se extasiaron ante la hermosa y
dulce novia. Pero, de pronto, vieron a la joven lanzarse sobre un
ratoncillo que zigzagueaba por el salon y zamparselo en cuanto lo
hubo atrapado. El principe empezo entonces a llamar al Hada de los
Imposibles para que convirtiera a su esposa en la gatita que habia
sido. Pero el Hada no acudio, y nadie nos ha contado si tuvo que
pasarse la vida contemplando como su esposa daba cuenta de todos los
ratones de palacio
FIN

Cuentos Infantiles

LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO



La Gallina de los Huevos de Oro

Érase un labrador tan pobre, tan pobre, que ni siquiera poseía una
vaca. Era el más pobre de la aldea. Y resulta que un día, trabajando
en el campo y lamentándose de su suerte, apareció un enanito que le
dijo:
-Buen hombre, he oído tus lamentaciones y voy a hacer que tu fortuna
cambie. Toma esta gallina; es tan maravillosa que todos los días
pone un huevo de oro.
El enanito desapareció sin más ni más y el labrador llevó la gallina
a su corral. Al día siguiente, ¡oh sorpresa!, encontró un huevo de
oro. Lo puso en una cestita y se fue con ella a la ciudad, donde
vendió el huevo por un alto precio.
Al día siguiente, loco de alegría, encontró otro huevo de oro. ¡Por
fin la fortuna había entrado a su casa! Todos los días tenía un
nuevo huevo.
Fue así que poco a poco, con el producto de la venta de los huevos,
fue convirtiéndose en el hombre más rico de la comarca. Sin embargo,
una insensata avaricia hizo presa su corazón y pensó:
"¿Por qué esperar a que cada día la gallina ponga un huevo? Mejor la
mato y descubriré la mina de oro que lleva dentro".
Y así lo hizo, pero en el interior de la gallina no encontró ninguna
mina. A causa de la avaricia tan desmedida que tuvo, este tonto
aldeano malogró la fortuna que tenía.
FIN

Cuentos Infantiles

LA CASITA DE CHOCOLATE


La casita de chocolate

Dos hermanitos salieron de su casa y fueron al bosque a coger leña.
Pero cuando llegó el momento de regresar no encontraron el camino de
vuelta. Se asustaron mucho y se pusieron a llorar al verse solos en
el bosque.
Sin embargo, allá a lo lejos vieron brillar la luz de una casita
y hacia ella se dirigieron. Era una casita extraordinaria. Tenía las
paredes de caramelo y chocolate. Y como los dos hermanos tenían
hambre se pusieron a chupar en tan sabrosa golosina. Entonces se
abrió la puerta y apareció la viejecita que vivía allí, diciendo:
Hermosos niños, ya veo que tenéis mucho apetito. Entrad, entrad y
comed cuanto queráis.
Los dos hermanitos obedecieron confiados. Pero en cuanto
estuvieron dentro, la anciana cerró la puerta con llave y la guardó
en el bolsillo, echándose luego a reír. Era una perversa bruja que
se servía de su casita de chocolate para atraer a los niños que
andaban solos por el bosque.
Los infelices niños se pusieron a llorar, pero la bruja encerró
al niño en una jaula y le dijo:
- No te voy a comer hasta que engordes, porque estas muy delgado-
Primero te cebaré bien.
Y todos los días le preparaba platos de sabrosa comida. Mientras
tanto a la niña la obligaba a trabajar sin descanso. Y cada mañana
iba la bruja a comprobar si engordaba su hermanito, mandándole que
le enseñara un dedo. Pero como tenía muy mala vista, el niño, que
era muy astuto, le enseñaba un huesecillo de pollo que había
guardado de una de las comidas. Y así la bruja quedaba engañada,
pues creía que el niño no engordaba.
- Sigues muy delgado decía -. Te daré mejor comida.
Y preparaba nuevos y abundantes platos y era la niña la que se
encargaba de llevarlos a la jaula llorando amargamente porque sabía
lo que la bruja quería hacer con su hermano.
Escapar de la casa era imposible, porque la vieja nunca sacaba la
llave del bolsillo y no se podía abrir la puerta. ¿Cómo harían para
escapar?
Un día llamó la bruja a la niña y le dijo:
- Mira, ya me he cansado de esperar porque tu hermano no engorda
a pesar de que come mejor que un rey. Le preparo las mejores cosas y
tiene los dedos tan flacos que parecen huesos de pollo. Así que vas
a encender el fuego enseguida.
La niña se acercó a su querido hermanito y le contó los
propósitos de la malvada bruja. Había llegado el momento tan temido.

La bruja andaba de un lado para otro haciendo sus preparativos.
Como veía que pasaba el tiempo y la niña no había cumplido lo que le
había mandado, gritó:
¿A qué esperas para encender el fuego?
La hermana tuvo entonces una buena idea:
- Señora bruja - dijo -, yo no sé encenderlo.
- Pareces tonta - contestó la bruja -; tendré que enseñarte.
Fíjate, se echa mucha leña, así. Ahora enciendes y soplas para que
salgan muchas llamas. ¿Lo ves?
Como estaba la bruja en la boca del horno, la niña le arrancó de
un tirón las llaves que llevaba atadas a la cintura y, dando a la
bruja un tremendo empujón, la hizo caer dentro del horno.
Libre ya de la bruja, y usando las laves, abrió con gran alegría
la puerta de la jaula y salieron los dos corriendo hacia el bosque.
Se alejaron a todo correr de la casita de chocolate y cuando
encontraron el camino de regreso a su casa lo siguieron y llegaron
muy felices.

FIN

(Hermanos Grimm)

Cuentos Infantiles

HERMANO ALEGRE




Hermano alegre

Hubo una vez una gran guerra, terminada la cual, fueron licenciados
muchos soldados. Entre ellos estaba el Hermano Alegre, que, con su
licencia, no recibió más ayuda de costas que un panecillo de
munición y cuatro reales. Y con todo esto se marchó. Pero San Pedro
se había apostado en el camino, disfrazado de mendigo, y, al pasar
Hermano Alegre, le pidió limosna. Respondióle éste: - ¿Qué puedo
darte, buen mendigo? Fui soldado, me licenciaron y no tengo sino un
pan de munición y cuatro reales en dinero. Cuando lo haya terminado,
tendré que mendigar como tú. Algo voy a darte, de todos modos.

Partió el pan en cuatro pedazos y dio al mendigo uno y un real.
Agradecióselo San Pedro y volvió a situarse más lejos, tomando la
figura de otro mendigo; cuando pasó el soldado, pidióle nuevamente
limosna. Hermano Alegre repitió lo que la vez anterior, y le dio
otra cuarta parte del pan y otra moneda de a real. San Pedro le dio
las gracias y, adoptando de nuevo figura de mendigo, lo aguardó más
adelante para solicitar otra vez su limosna. Hermano Alegre le dio
la tercera porción del pan y el tercer real. San Pedro le dio las
gracias, y el hombre continuó su ruta sin más que la última cuarta
parte del pan y la última moneda. Entrando, con ello, en un mesón,
se comió el pan y se gastó el real en cerveza. Luego reemprendió la
marcha. Salióle entonces al encuentro San Pedro, en forma de soldado
licenciado, y le dijo:

- Buenos días, compañero, ¿no podrías darme un trocito de pan y un
cuarto para echar un trago?

- ¿De dónde quieres que lo saque? -le replicó Hermano Alegre-. Me
han licenciado sin darme otra cosa que un pan de munición y cuatro
reales en dinero. Me topé en la carretera con tres pobres; a cada
uno le di la cuarta parte del pan y una moneda. La última cuarta
parte me la he comido en el mesón, y con el último real he comprado
cerveza. Ahora soy pobre como una rata y, puesto que tú tampoco
tienes nada, podríamos ir a mendigar juntos.

- No -respondió San Pedro-, no será necesario. Yo entiendo algo de
Medicina y espero ganarme lo suficiente para vivir.

- Así, me tocará mendigar solo -respondió Hermano Alegre-, pues yo
no entiendo pizca en este arte.

- Vente conmigo -le dijo San Pedro-, nos partiremos lo que yo gane.

- Por mí, de perlas -exclamó Hermano Alegre; y emprendieron juntos
el camino.

No tardaron en llegar a una casa de campo, de cuyo interior salían
agudos gritos y lamentaciones. Al entrar se encontraron con que el
marido se hallaba a punto de morir, por lo que la mujer lloraba a
voz en grito.

- Basta de llorar y gritar -le dijo San Pedro-, yo curaré a vuestro
marido -y sacándose una pomada del bolsillo, en un santiamén hubo
curado al hombre, el cual se levantó completamente sano. El hombre y
la mujer, fuera de sí de alegría, le dijeron:

- ¿Cómo podremos pagaros? ¿Qué podríamos daros?

Pero San Pedro se negó a aceptar nada, y cuanto más insistían los
labriegos, tanto más se resistía él. Hermano Alegre, dando un codazo
a San Pedro, le susurró: - ¡Acepta algo, hombre, bien lo
necesitamos!

Por fin, la campesina trajo un cordero y dijo a San Pedro que debía
aceptarlo; pero él no lo quería. Hermano Alegre, dándole otro
codazo, insistió a su vez: - ¡Tómalo, zoquete, bien sabes que lo
necesitamos!.

Al cabo, respondió San Pedro: - Bueno, me quedaré con el cordero;
pero no quiero llevarlo; si tú quieres, carga con él.

- ¡Si sólo es eso! -exclamó el otro-. ¡Claro que lo llevaré! -. Y se
lo echó a cuestas.

Siguieron caminando hasta llegar a un bosque; el cordero le pesaba a
Hermano Alegre, y además tenía hambre, por lo que dijo a San Pedro:
- Mira, éste es un buen lugar; podríamos degollar el cordero, asarlo
y comérnoslo.

- No tengo inconveniente -respondió su compañero-; pero como yo no
entiendo nada de cocina, lo habrás de hacer tú, ahí tienes un
caldero; yo, mientras tanto, daré unas vueltas por aquí, hasta que
esté asado. Pero no empieces a comer hasta que venga yo. Volveré a
tiempo.

- Márchate tranquilo -respondió el soldado-. Yo entiendo de cocina y
sabré arreglarme. Marchóse San Pedro, y Hermano Alegre sacrificó el
cordero, encendió fuego, echó la carne en el caldero y la puso a
cocer. El guiso estaba ya a punto, y San Pedro no volvía; entonces
Hermano Alegre lo sacó del caldero, lo cortó en pedazos y encontró
el corazón: «Esto debe ser lo mejor», se dijo; probó un pedacito y,
a continuación, se lo comió entero. Llegó, al fin, San Pedro y le
dijo: - Puedes comerte todo el cordero; déjame sólo el corazón.

Hermano Alegre cogió cuchillo y tenedor y se puso a hurgar entre la
carne, como si buscara el corazón y no lo hallara, hasta que, al
fin, dijo: - Pues no está.

- ¡Cómo! -replicó su compañero-. ¿Pues dónde quieres que esté?

- No sé -respondió Hermano Alegre-. Pero, ¡seremos tontos los dos!
¡Estamos buscando el corazón del cordero, y a ninguno se le ha
ocurrido que los corderos no tienen corazón!

- ¡Con qué me sales ahora! -exclamó San Pedro-. Todos los animales
tienen corazón, ¿por qué no habría de tenerlo el cordero?

- No, hermano, puedes creerlo; los corderos no tienen corazón.
Piénsalo un poco y comprenderás que no lo pueden tener.

- En fin, dejémoslo -dijo San Pedro-. Puesto que no hay corazón, yo
no quiero nada. Puedes comértelo todo.

- Lo que me sobre lo guardaré en la mochila -dijo Hermano Alegre, y,
después de comerse la mitad, metió el resto en su morral.

Siguieron andando, y San Pedro hizo que un gran río se atravesara en
su camino, de modo que no tenían más remedio que cruzarlo. Dijo San
Pedro: - Pasa tú delante.

- No -respondió Hermano Alegre-, tú primero, -pensando: «Si el río
es demasiado profundo, yo me quedo atrás».

Pasó San Pedro, y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Entró
entonces en él Hermano Alegre; pero se hundía cada vez más, hasta
que el agua le llegó al cuello. Gritó entonces: - ¡Hermano, ayúdame!

Y dijo San Pedro: - ¿Quieres confesar que te has comido el corazón
del cordero?

- ¡No -respondió el otro-, no me lo he comido!

El agua continuaba subiendo, y le llegaba ya hasta la boca. Volvió a
preguntarle San Pedro: - ¿Quieres confesar que te comiste el corazón
del cordero?

- ¡No -repitió el soldado- no me lo he comido!

Pero el santo, no queriendo que se ahogase, hizo bajar el agua y lo
ayudó a llegar a la orilla.

Continuaron adelante y llegaron a un reino, donde les dijeron que la
hija del Rey se hallaba en trance de muerte.

- Anda, hermano -dijo el soldado a San Pedro-, esto nos viene al
pelo. Si la curamos, se nos habrán acabado las preocupaciones.

Pero San Pedro no se daba gran prisa.

- ¡Vamos, aligera las piernas, hermanito! -decíale-, ¡Tenemos que
llegar a tiempo!

Pero el santo avanzaba cada vez con mayor lentitud, a pesar de la
insistencia y las recriminaciones de Hermano Alegre; y, así, les
llegó la noticia de que la princesa había muerto.

- ¡Ahí tienes! -refunfuñó el soldado-. ¡Todo, por tu cachaza!

- No te preocupes -replicóle San Pedro-; puedo hacer algo más que
curar enfermos; puedo también resucitar muertos.

- ¡Anda! -exclamó Hermano Alegre-. Si es así, ¡no te digo nada! Por
lo menos has de pedir la mitad del reino.


Y se presentaron en palacio, donde todo era tristeza y aflicción.
Pero San Pedro dijo al Rey que resucitaría a su hija. Conducido a
presencia de la difunta, dijo: - Que me traigan un caldero con agua.


Luego hizo salir a todo el mundo; y se quedó sólo su compañero.
Seguidamente cortó todos los miembros de la difunta, los echó en el
agua y, después de encender fuego debajo del caldero, los puso a
cocer. Cuando ya toda la carne se hubo separado de los huesos, sacó
el blanco esqueleto y lo colocó sobre una mesa, disponiendo los
huesos en su orden natural. Cuando lo tuvo hecho, avanzó y dijo por
tres veces:

- ¡En el nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate!; y, a
la tercera, la princesa recobró la vida, quedando sana y hermosa.

Alegróse el Rey sobremanera y dijo a San Pedro: - Señala tú mismo la
recompensa que quieras; te la daré, aunque me pidas la mitad del
reino.

Pero San Pedro le contestó: - ¡No pido nada!

«¡Valiente tonto!», pensó Hermano Alegre, y, dando un codazo a su
compañero, le dijo: - ¡No seas bobo! Si tú no quieres nada, yo, por
lo menos, necesito algo.

Pero el santo se empeñó en no aceptar nada. Sin embargo, observando
el Rey que el otro quedaba descontento, mandó a su tesorero que le
llenase de oro el morral.

Marcháronse los dos, y, al llegar a un bosque, dijo San Pedro a
Hermano Alegre: - Ahora nos repartiremos el oro.

- Muy bien -asintió el otro-. Manos a la obra.

Y San Pedro lo distribuyó en tres partes, mientras su compañero
pensaba: «¡A éste le falta algún tornillo! Hace tres partes, cuando
sólo somos dos». Pero dijo San Pedro: - He hecho tres partes
exactamente iguales: una para mí, otra para ti, y la tercera para el
que se comió el corazón del cordero.

- ¡Oh, fui yo quien se lo comió! -exclamó Hermano Alegre,
arramblando con el oro-. Puedes creerme.

- ¡Cómo puede ser esto! -replicó San Pedro-. Si los corderos no
tienen corazón.

- ¡Vamos, hermano! ¡Tonterías! Los corderos tienen corazón como
todos los animales. ¿Por qué no iban a tenerlo?

- Está bien -cedió San Pedro-, guárdate el oro; pero no quiero
seguir contigo; seguiré solo mi camino.

- Como quieras, hermanito -respondióle el soldado-. ¡Adiós!

Tomó el santo por otro sendero, mientras Hermano Alegre pensaba:
«Mejor que se marche, pues, bien mirado, es un hombre bien extraño».
Tenía ahora mucho dinero; pero como era un manirroto y no sabía
administrarlo, lo derrochó en poco tiempo, y pronto volvió a estar
sin blanca. En esto llegó a un país donde le dijeron que la hija del
Rey acababa de morir.

- ¡Hola! -pensó-. Ésta es la mía. La resucitaré y me haré pagar
bien. ¡Así da gusto! -. Y, presentándose al Rey, le ofreció devolver
la vida a la princesa.

Es el caso que había llegado a oídos del Rey que un soldado
licenciado andaba errante por el mundo resucitando muertos, y pensó
que bien podía tratarse de Hermano Alegre; sin embargo, no fiándose
del todo, consultó primero a sus consejeros, los cuales opinaron que
merecía la pena realizar la prueba, dado que la princesa, de todos
modos, estaba muerta. Mandó entonces Hermano Alegre que le trajese
un caldero con agua y, haciendo salir a todos, cortó los miembros
del cadáver, echólos en el agua y encendió fuego, tal como lo viera
hacer a San Pedro. Comenzó el agua a hervir, y la carne se
desprendió; sacando entonces los huesos, los puso sobre la mesa;
pero como no sabía en qué orden debía colocarlos, los juntó de
cualquier modo. Luego se adelantó y exclamó por tres veces: - ¡En
nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! - pero los
huesos no se movieron. Repitió la invocación, pero en vano.

- ¡Diablo de mujer! -gritó entonces-. ¡Levántate, o lo pasarás mal!

Apenas había pronunciado estas palabras, se presentó de pronto,
entrando por la ventana, San Pedro, en su anterior figura de soldado
licenciado, y dijo: - Hombre impío, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo
quieres que resucite a la difunta, si le has puesto los huesos de
cualquier modo?

- Hermanito, lo hice lo mejor que supe -respondióle Hermano Alegre.

- Por esta vez te sacaré de apuros; pero, tenlo bien entendido: si
otra vez te metes en estas cosas, te costará caro. Además, no
pedirás nada al Rey ni aceptarás la más mínima recompensa por lo de
hoy -y, diciendo esto, San Pedro dispuso los huesos en el orden
debido y pronunció por tres veces su fórmula: - ¡En nombre de la
Santísima Trinidad, muerta, levántate! -, a lo cual la princesa se
incorporó, sana y hermosa como antes, mientras el santo salía de la
habitación por la ventana.

Hermano Alegre, aunque satisfecho de haber salido tan bien parado de
la aventura, estaba, con todo, colérico por no poder cobrarse el
servicio. «Me gustaría saber -pensaba- qué diablos tiene en la
cabeza, que lo que me da con una mano me lo quita con la otra. ¡Esto
no tiene sentido!».

El Rey ofreció al Hermano Alegre lo que quisiera. Éste, aunque no
podía aceptar nada, arreglóselas con indirectas y astucias para que
el Monarca le llenase de oro el morral, y, bien cargado con él, se
marchó. Al salir, lo aguardaba en la puerta San Pedro, y le dijo: -
¿Qué clase de hombre eres tú? ¿No te prohibí que aceptases nada? Y
ahora te llevas el morral lleno de oro.

- ¡Qué otra cosa podía hacer! -replicó Hermano Alegre-. ¡Si me lo
han metido a la fuerza!

- Pues atiende a lo que te digo: no vuelvas a hacer estas cosas o lo
vas a pasar mal.

- ¡No te preocupes, hermano! Ahora que tengo dinero, no necesitaré
ocuparme en lavar huesos.

- Sí -replicó San Pedro-. ¡Con lo que te va a durar este oro! Mas
para que no vuelvas a meterte en lo que no debes, daré a tu morral
la virtud de que vaya a parar a él todo lo que desees. Adiós, pues
ya no volverás a verme.

- ¡Adiós! -le respondió el otro, pensando: «Me alegro de perderte de
vista, tío extravagante; no hay peligro de que te siga». Y ni por un
momento se acordó del don maravilloso adjudicado a su morral.

Hermano Alegre anduvo con su oro de la Ceca a la Meca, derrochándolo
y gastándolo en francachelas, como la vez anterior. Cuando ya no le
quedaban sino cuatro cuartos, pasando por delante de una hospedería
pensó: «Voy a gastar lo que me queda», y entró y pidió tres cuartos
de vino y un cuarto de pan. Mientras comía y bebía, llegó a sus
narices el agradable tufillo de unos patos que se estaban asando.
Mirando a uno y otro lado, vio que el mesonero tenía un par de patos
en el hornillo de la estufa, y, viniéndole entonces a la memoria lo
que le dijera su antiguo compañero respecto a la virtud de su
morral, díjose: « ¡Hola! Vamos a probarlo con los patos». Salió a la
puerta y dijo:

- Deseo que los dos patos asados pasen del horno a mi mochila.

Pronunciadas estas palabras, abrió la mochila para mirar su
interior, y, efectivamente, allí estaban los dos patos. «¡Entonces
es verdad», pensó. «¡Se acabaron, pues, las penas!». Llegado a un
prado, sacó los patos para comérselos. En éstas pasaron dos mozos
artesanos y se quedaron mirando con ojos hambrientos una de las
aves, todavía intacta. Hermano Alegre pensó: «Yo, tengo bastante con
una», y llamando a los dos mozos, les dijo: - Quedaos con este pato,
y os lo coméis a mi salud.


Diéronle ellos las gracias, cogieron el pato y se fueron al mesón.
Allí pidieron media jarra de vino y un pan, y, poniendo sobre la
mesa el pato que les acababan de regalar, comenzaron a comer.

Al verlos la posadera dijo a su marido: - Esos dos se están comiendo
un pato; ve a ver que no sea uno de los que están asándose en el
horno. Fue el ventero, y el horno estaba vacío

- ¡Cómo, bribonazos! ¡Pues sí que os saldría barato el asado!
¡Pagadme en el acto, si no queréis que os friegue las espaldas con
jarabe de palo!

- Nosotros no somos ladrones -respondieron los dos muchachos-; este
pato nos lo ha dado un soldado licenciado que estaba comiendo en
aquel prado.

- ¡A mí no me tomáis el pelo! El soldado estuvo aquí, y salió por la
puerta, como una persona honrada; yo no lo perdí de vista. ¡Vosotros
sois los ladrones y vais a pagarme!

Pero como los mozos no tenían dinero, agarrando el dueño un bastón
los echó a la calle a garrotazos.

Siguió Hermano Alegre su camino y llegó a un lugar donde se
levantaba un magnífico palacio, a poca distancia de una misérrima
hospedería. Entró en ella y pidió cama para la noche; pero el
hostelero lo rechazó, diciendo: - No hay sitio, tengo la casa llena
de viajeros distinguidos.

- ¡Me extraña que se hospeden en vuestra casa! -respondió Hermano
Alegre-. ¿Por qué no se alojan en aquel magnífico palacio?

- ¡Cualquiera pasa allí la noche! -replicó el hostelero-. Aún no lo
ha probado nadie que haya salido con vida.

- Si otros lo han probado, también lo haré yo -dijo Hermano Alegre.

- No lo intentéis -aconsejóle el hostelero-; os jugáis la cabeza con
ello.

- ¡No será tanto! -dijo el soldado-. Dadme la llave y algo bueno de
comer y beber.

Diole el ventero la llave, comida y bebida, y, con todo ello, se
dirigió Hermano Alegre al castillo. Se dio allí un buen banquete, y
cuando, al fin, le entró sueño, tendióse en el suelo, puesto que no
había cama, y no tardó en dormirse. Avanzada ya la noche, lo
despertó un fuerte ruido, y, al despabilarse, vio que en la
habitación había nueve demonios, de fea catadura, bailando en
círculo, a su alrededor. Díjoles Hermano Alegre: - ¡Bailad cuanto
queráis, pero no os acerquéis a mí!

Los diablos, sin embargo, se aproximaban cada vez más, hasta que
casi le pisotearon la cara con sus repugnantes pezuñas. - ¡Quietos,
fantasmas endiablados! -les gritó.

Pero los otros dale que dale, con creciente impertinencia. Al fin,
enfurecido el soldado, les gritó: - ¡Vais a ver cómo pongo paz en un
momento! -y, agarrando una pata de silla, arremetió contra toda
aquella caterva. Pero nueve diablos eran muchos diablos para un solo
soldado, y, a pesar de que el hombre zurraba de lo lindo a los que
tenía delante, los otros le tiraban de los cabellos por detrás y lo
dejaban hecho una lástima.

- ¡Gentuza del diablo! -exclamó al fin-. Esto pasa ya de la medida.
¡Ahora vais a ver! ¡Todos a mi mochila!

¡Pataplúm! ¡Ya los tienes todos adentro! Él ató la mochila y la echó
en un rincón. Instantáneamente quedó todo en silencio, y Hermano
Alegre, echándose de nuevo, pudo dormir tranquilo hasta bien entrada
la mañana. Acudieron entonces el hostelero y el noble propietario
del palacio, deseosos de ver qué tal le había ido la prueba, y, al
encontrarlo sano y satisfecho, le preguntaron admirados: - ¿No os
han hecho nada los espíritus?

¡Cómo no! -respondióles Hermano Alegre-. Ahí los tengo a los nueve
en la mochila. Podéis instalaros sin temor en vuestro palacio; desde
hoy, ninguno volverá a meterse en él.

Diole las gracias el dueño, recompensándolo ricamente y le propuso
que se quedase a su servicio, asegurándole que nada le faltaría
durante el resto de su vida.

- No -repuso el soldado-, estoy acostumbrado a la vida de
trotamundos y quiero seguirla.

Y se marchó. Al pasar por una herrería, entró y, poniendo la mochila
que contenía los nueve diablos sobre el yunque, pidió al herrero y
sus oficiales que empezasen a martillazos con ella. Los hombres se
armaron de grandes martillos y se pusieron a golpear con todas sus
fuerzas, mientras los diablos armaban un estrepitoso griterío.
Cuando, al fin, abrió la mochila, ocho estaban muertos, pero uno,
que había logrado refugiarse en un pliegue de la tela y seguía vivo,
saltó afuera y corrió a refugiarse al infierno.


Hermano Alegre continuó vagando por el mundo durante mucho tiempo
todavía, y quien supiera de sus aventuras podría contar de él y no
acabar. Pero, viejo al fin, comenzó a pensar en la muerte. Se
dirigió a la gruta de un ermitaño, que tenía fama de hombre piadoso,
y le dijo: - Estoy cansado de mi vida errante y ahora quisiera tomar
el camino que lleva al cielo.

- Hay dos caminos -respondióle el ermitaño-: uno, ancho y agradable,
conduce al infierno; otro, estrecho y duro, va al cielo.

- ¡Tonto sería -pensó Hermano Alegre- si eligiese el duro y
estrecho!

Y, así, tomó el holgado y agradable, que lo condujo ante un gran
portal negro, que era el del infierno. Llamó, y el portero acudió a
la mirilla a ver quién llegaba; al ver a Hermano Alegre tuvo un gran
sobresalto, pues era nada menos que el noveno de aquellos diablos
que habían quedado aprisionados en la mochila, el único que escapó
con vida, aunque con un ojo a la funerala. Corriendo rápidamente el
cerrojo, acudió el diablillo ante el jefe de los demonios y le dijo:
- Ahí fuera está uno con una mochila que quiere entrar. Pero no lo
permitáis, pues se metería el infierno entero en el morral. Una vez
estuve yo dentro, y por poco me mata a martillazos.

Hermano Alegre fue, pues, despedido del infierno; dijéronle que se
volviese, pues allí no entraría.

- Puesto que aquí no me quieren -pensó-, vamos a probar si me
admiten en el cielo. ¡En uno u otro sitio tengo que quedarme!

Y retrocedió para tomar el camino del paraíso. Cuando llamó a la
puerta, San Pedro se encontraba justamente en la portería;
reconociólo en seguida Hermano Alegre y pensó: «Éste es un viejo
amigo; aquí tendrás más suerte». Pero San Pedro le dijo: - Diríase
que quieres entrar en el cielo.

- Déjame entrar, hermano; en un lugar u otro tengo que refugiarme.
Si me hubiesen admitido en el infierno, no habría venido hasta aquí.

- No -replicóle San Pedro-, aquí no entras.

- Está bien; pero si no quieres dejarme pasar, quédate también con
la mochila; no quiero guardar nada que venga de ti ­dijo Hermano
Alegre.

- Dámela -respondió San Pedro. El soldado le alargó la mochila a
través de la reja, y el santo, entrándola en el cielo, la colgó al
lado de su asiento. Dijo entonces Hermano Alegre:

- ¡Ahora deseo estar dentro de la mochila! Y, ¡cataplúm!, en un
santiamén estuvo en ella, y, por tanto, en el cielo. Y San Pedro no
tuvo más remedio que admitirlo.

FIN


Cuentos Infantiles