jueves, 17 de septiembre de 2009
EL TAMBOR
El tambor
Un anochecer caminaba un joven tambor por el campo, completamente
solo, y, al llegar a la orilla de un lago, vio tendidas en ellas
tres diminutas prendas de ropa blanca. «Vaya unas prendas bonitas!»,
se dijo, y se guardó una en el bolsillo. Al llegar a su casa,
metióse en la cama, sin acordarse, ni por un momento, de su
hallazgo. Pero cuando estaba a punto de dormirse, parecióle que
alguien pronunciaba su nombre. Aguzó el oído y pudo percibir una voz
dulce y suave que le decía: - ¡Tambor, tambor, despierta!
Como era noche oscura, no pudo ver a nadie; pero tuvo la impresión
de que una figura se movía delante de su cama.
- ¿Qué quieres? -preguntó.
- Devuélveme mi camisita -respondió la voz-; la que me quitaste
anoche junto al lago.
- Te la daré sí me dices quién eres -respondió el tambor.
- ¡Ah! clamó la voz-. Soy la hija de un poderoso rey; pero caí en
poder de una bruja y vivo desterrada en la montaña de cristal. Todos
los días, mis dos hermanas y yo hemos de ir a bañarnos al lago; pero
sin mi camisita no puedo reemprender el vuelo. Mis hermanas se
marcharon ya; pero yo tuve que quedarme. Devuélveme la camisita, te
lo ruego.
- Tranquilízate, pobre niña -dijo el tambor-. Te la daré con mucho
gusto-. Y, sacándosela del bolsillo, se la alargó en la oscuridad.
Cogióla ella y se dispuso a retirarse.
- Aguarda un momento -dijo el muchacho-. Tal vez pueda yo ayudarte.
- Sólo podrías hacerlo subiendo a la cumbre de la montaña de cristal
y arrancándome del poder de la bruja. Pero a la montaña no podrás
llegar; aún suponiendo que llegaras al pie, jamás lograrías escalar
la cumbre.
- Para mí, querer es poder -dijo el tambor-. Me inspiras lástima, y
yo no le temo a nada. Pero no sé el camino que conduce a la montaña.
- El camino atraviesa el gran bosque poblado de ogros respondió la
muchacha-. Es cuanto puedo decirte-. Y la oyó alejarse.
Al clarear el día púsose el soldadito en camino. Con el tambor
colgado del hombro, adentróse, sin miedo, en la selva y, viendo, al
cabo de buen rato de caminar por ella, que no aparecía ningún
gigante, pensó: «Será cosa de despertar a esos dormilones».
Puso el tambor ni posición y empezó a redoblarlo tan vigorosamente,
que las aves remontaron el vuelo con gran algarabía. Poco después se
levantaba un gigante, tan alto como un pino, que había estado
durmiendo sobre la hierba.
- ¡Renacuajo! -le gritó-, ¿cómo se te ocurre meter tanto ruido y
despertarme del mejor de los sueños?
- Toco -respondió el tambor- para indicar el camino a los muchos
millares que me siguen.
- ¿Y qué vienen a buscar a la selva? -preguntó el gigante.
- Quieren exterminamos y limpiar el bosque de las alimañas de tu
especie.
- ¡Vaya! -exclamó el monstruo-. Os mataré a pisotones, como si
fueseis hormigas.
- ¿Crees que podrás con nosotros? -replicó el tambor-. Cuando te
agaches para coger a uno, se te escapará y se ocultará; y en cuanto
te eches a dormir, saldrán todos de los matorrales y se te subirán
encima. Llevan en el cinto un martillo de hierro y te partirán el
cráneo.
Preocupóse el gigante y pensó: «Si no procuro entenderme con esta
gentecilla astuta, a lo mejor salgo perdiendo. A los osos y los
lobos les aprieto el gaznate; pero ante los gusanillos de la tierra
estoy indefenso». Oye, pequeño -prosiguió en alta voz-, retírate, y
te prometo que en adelante os dejaré en paz a ti y a los tuyos;
además, si tienes algún deseo que satisfacer, dímelo y te ayudaré.
- Tienes largas piernas -dijo el tambor- y puedes correr más que yo.
Si te comprometes a llevarme a la montaña de cristal, tocaré señal
de retirada, y por esta vez los míos te dejarán en paz.
- Ven, gusano -respondió el gigante-, súbete en mi hombro y te
llevaré adonde quieras.
Levantólo y, desde la altura, nuestro soldado se puso a redoblar con
todas sus fuerzas. Pensó el gigante: «Debe de ser la señal de que se
retiren los otros». Al cabo de un rato salióles al encuentro un
segundo gigante que, cogiendo al tamborcillo, se lo puso en el ojal.
El soldado se agarró al botón, que era tan grande como un plato, y
se puso a mirar alegremente en derredor. Luego se toparon con un
tercero, el cual sacó al hombrecillo del ojal y se lo colocó en el
ala del sombrero; y ahí tenemos a nuestro soldado, paseando por
encima de los pinos. Divisó a lo lejos una montaña azul y pensó:
«Ésa debe de ser la montaña de cristal», y, en efecto, lo era. El
gigante dio unos cuantos pasos y llegaron al pie del monte, donde se
apeó el tambor. Ya en tierra, pidió al grandullón que lo llevase a
la cumbre; pero el grandullón sacudió la cabeza y, refunfuñando algo
entre dientes, regresó al bosque.
Y ahí tenemos al pobre tambor ante la montaña, tan alta como si
hubiesen puesto tres, una encima de otra, y, además, lisa como un
espejo. ¿Cómo arreglárselas? Intentó la escalada, pero en vano,
resbalaba cada vez. «¡Quién tuviese alas!» -suspiró; pero de nada
sirvió desearlo; las alas no le crecieron. Mientras estaba perplejo
sin saber qué hacer, vio a poca distancia dos hombres que disputaban
acaloradamente. Acercándose a ellos, se enteró de que el motivo de
la riña era una silla de montar colocada en el suelo y que cada uno
quería para sí.
- ¡Qué necios sois! -díjoles-. Os peleáis por una silla y ni
siquiera tenéis caballo.
- Es que la silla merece la pena -respondió uno de los hombres-.
Quien se suba en ella y manifiesta el deseo de trasladarse adonde
sea, aunque se trate del fin del mundo, en un instante se encuentra
en el lugar pedido. La silla es de los dos, y ahora me toca a mí
montarla, pero éste se opone.
- Yo arreglaré la cuestión -dijo el tambor; se alejó a cierta
distancia y clavó un palo blanco en el suelo. Luego volvió a los
hombres y dijo:
- El palo es la meta; el que primero llegue a ella, ése montará
antes que el otro.
Emprendieron los dos la carrera, y en cuanto se hubieron alejado un
trecho, nuestro mozo se subió en la silla y, expresando el deseo de
ser transportado a la cumbre de la montaña de cristal, encontróse en
ella en un abrir y cerrar de ojos. La cima era una meseta, en la
cual se levantaba una vieja casa de piedra; delante de la casa se
extendía un gran estanque y detrás quedaba un grande y tenebroso
bosque. No vio seres humanos ni animales; reinaba allí un silencio
absoluto, interrumpido solamente por el rumor del viento entre los
árboles, y las nubes se deslizaban raudas, a muy poca altura, sobre
su cabeza. Se acercó a la puerta y llamó. A la tercera llamada se
presentó a abrir una vieja de cara muy morena y ojos encarnados;
llevaba anteojos cabalgando sobre su larga nariz y mirándolo con
expresión escrutadora, le preguntó qué deseaba.
- Entrada, comida y cama -respondió el tambor.
- Lo tendrás -replicó la vieja- si te avienes antes a hacer tres
trabajos.
- ¿Por qué no? -dijo él-. No me asusta ningún trabajo por duro que
sea.
Franqueóle la mujer el paso, le dio de comer y, al llegar la noche,
una cama. Por la mañana, cuando ya estaba descansado, la vieja se
sacó un dedal del esmirriado dedo, se lo dio y le dijo: - Ahora, a
trabajar. Con este dedal tendrás que vaciarme todo el estanque.
Debes terminar antes del anochecer, clasificando y disponiendo por
grupos todos los peces que contiene.
- ¡Vaya un trabajo raro! -dijo el tambor, y se fue al estanque para
vaciarlo. Estuvo trabajando toda la mañana; pero, ¿qué puede hacerse
con un dedal ante tanta agua, aunque estuviera uno vaciando durante
mil años? A mediodía pensó: «Es inútil; lo mismo da que trabaje como
que lo deje.», y se sentó a la orilla. Vino entonces de la casa una
muchacha y, dejando a su lado un cestito con la comida, le dijo: -
¿Qué ocurre, pues te veo muy triste?
Alzando él la mirada, vio que la doncella era hermosísima, -¡Ay! -le
respondió-. Si no puedo hacer el primer trabajo, ¿cómo serán los
otros? Vine para redimir a una princesa que debe habitar aquí; pero
no la he encontrado. Continuaré mi ruta.
- Quédate -le dijo la muchacha-, yo te sacaré del apuro. Estás
cansado; reclina la cabeza sobre mi regazo, y duerme. Cuando
despiertes, la labor estará terminada.
El tambor no se lo hizo repetir, y, en cuanto se le cerraron los
ojos, la doncella dio la vuelta a una sortija mágica y pronunció las
siguientes palabras: -Agua, sube. Peces, afuera.
Inmediatamente subió el agua, semejante a una blanca niebla, y se
mezcló con las nubes, mientras los peces coleteaban y saltaban a la
orilla, colocándose unos al lado de otros, distribuidos por especies
y tamaños. Al despertarse, el tambor comprobó, asombrado, que ya
estaba hecho todo el trabajo. Pero la muchacha le dijo:
- Uno de los peces no está con los suyos, sino solo. Cuando la vieja
venga esta noche a comprobar si está listo el trabajo que te
encargó, te preguntará: «¿Qué hace este pez aquí solo?». Tíraselo
entonces a la cara, diciéndole: «¡Es para ti, vieja bruja!».
Presentóse la mujer a la hora del crepúsculo y, al hacerle la
pregunta, el tambor le arrojó el pez a la cara. Simuló ella no
haberlo notado y nada dijo; pero de sus ojos escapóse una mirada
maligna.
A la mañana siguiente lo llamó de nuevo: - Ayer te saliste
fácilmente con la tuya; pero hoy será más difícil. Has de talarme
todo el bosque, partir los troncos y disponerlos en montones; y debe
quedar terminado al anochecer.
Y le dio un hacha, una maza y una cuña; pero la primera era de
plomo, y las otras, de hojalata. A los primeros golpes, las
herramientas se embotaron y aplastaron, dejándolo desarmado. Hacia
mediodía, volvió la muchacha con la comida y lo consoló: - Descansa
la cabeza en mi regazo y duerme; cuando te despiertes, el trabajo
estará hecho.
Dio vuelta al anillo milagroso, y, en un instante, desplomóse el
bosque entero con gran estruendo, partiéndose la madera por sí sola
y estibándose en montones; parecía como si gigantes invisibles
efectuasen la labor. Cuando se despertó, díjole la doncella: - ¿Ves?
La madera está partida y amontonada; sólo queda suelta una rama.
Cuando, esta noche, te pregunte la vieja por qué, le das un estacazo
con la rama y le respondes: «¡Esto es para ti, vieja bruja!».
Vino la vieja: - ¿Ves -le dijo- qué fácil resultó el trabajo? Pero,
¿qué hace ahí esa rama?
- ¡Es para ti, vieja bruja! -respondióle el mozo, dándole un golpe
con ella.
La mujer hizo como si no lo sintiera, y, con una risa burlona, le
dijo: - Mañana harás un montón de toda esta leña, le prenderás fuego
y habrá de consumirse completamente.
Levantóse el tambor a las primeras luces del alba para acarrear la
leña; pero, ¿cómo podía un hombre solo transportar todo un bosque?
El trabajo no adelantaba. Pero la muchacha no lo abandonó en su
cuita; trájole a mediodía la comida y, después que la hubo tomado,
sentóse, con la cabeza en su regazo, y se quedó dormido.
Cuando se despertó, ardía toda la pira en llamas altísimas, cuyas
lenguas llegaban al cielo. - Escúchame -le dijo la doncella-: cuando
venga la bruja, te mandará mil cosas; haz, sin temor, cuanto te
ordene; sólo así no podrá nada contigo; pero si tienes miedo, serás
víctima del fuego. Finalmente, cuando ya lo hayas realizado todo, la
agarras con ambas manos y la arrojas a la hoguera.
Marchóse la muchacha y, a poco, presentóse la vieja: - ¡Uy, qué frío
tengo! -exclamó-. Pero ahí arde un fuego que me calentará mis viejos
huesos. ¡Qué bien! Allí veo un tarugo que no quema; sácalo. Si lo
haces, quedarás libre y podrás marcharte adonde quieras. ¡Ala,
adentro sin miedo!
El tambor no se lo pensó mucho y saltó en medio de las llamas; pero
éstas no lo quemaron, ni siquiera le chamuscaron el cabello. Cogió
el tarugo y lo sacó de la pira. Mas apenas la madera hubo tocado el
suelo, transformóse, y nuestro mozo vio de pie ante él a la hermosa
doncella que le había ayudado en los momentos difíciles. Y por los
vestidos de seda y oro que llevaba, comprendió que se trataba de la
princesa. La vieja prorrumpió en una carcajada diabólica y dijo: -
Piensas que ya es tuya; pero no lo es todavía.
Y se disponía a lanzarse sobre la doncella para llevársela; pero él
agarró a la bruja con ambas manos, levantóla en el aire y la arrojó
entre las llamas, que enseguida se cerraron sobre ella, como ávidas
de devorar a la hechicera.
La princesa se quedó mirando al tambor, y, al ver que era un mozo
gallardo y apuesto, y pensando que se había jugado la vida para
redimirla, alargándole la mano le dijo: - Te has expuesto por mí;
ahora, yo lo haré por ti. Si me prometes fidelidad, serás mi esposo.
No nos faltarán riquezas; tendremos bastantes con las que la bruja
ha reunido aquí.
Condújolo a la casa, donde encontraron cajas y cajones repletos de
sus tesoros. Dejaron el oro y la plata, y se llevaron únicamente las
piedras preciosas. No queriendo permanecer por más tiempo en la
montaña de cristal, dijo el tambor a la princesa: - Siéntate en mi
silla y bajaremos volando como aves.
- No me gusta esta vieja silla -respondió ella-. Sólo con dar vuelta
a mi anillo mágico estamos en casa.
- Bien -asintió él-; entonces, pide que nos sitúe en la puerta de la
ciudad. Estuvieron en ella en un santiamén, y el tambor dijo: -
Antes quiero ir a ver a mis padres y darles la noticia. Aguárdame tú
aquí en el campo; no tardaré en regresar.
- ¡Ay! -exclamó la doncella-. Ve con mucho cuidado; cuando llegues a
casa, no beses a tus padres en la mejilla derecha, si lo hicieses,
te olvidarías de todo, y yo me quedaría sola y abandonada en el
campo.
- ¿Cómo es posible que te olvide? -contestó él; y le prometió estar
muy pronto de vuelta.
Cuando llegó a la casa paterna, nadie lo conoció. ¡Tanto había
cambiado! Pues resulta que los tres días que pasara en la montaña
habían sido, en realidad, tres largos años. Diose a conocer, y sus
padres se le arrojaron al cuello locos de alegría; y estaba el mozo
tan emocionado que, sin acordarse de la recomendación de su
prometida, los besó en las dos mejillas. Y en el momento en que
estampó el beso en la mejilla derecha, borrósele por completo de la
memoria todo lo referente a la princesa. Vaciándose los bolsillos,
puso sobre la mesa puñados de piedras preciosas, tantas, que los
padres no sabían qué hacer con tanta riqueza. El padre edificó un
magnífico castillo rodeado de jardines, bosques y prados, como si se
destinara a la residencia de un príncipe. Cuando estuvo terminado,
dijo la madre: - He elegido una novia para ti; dentro de tres días
celebraremos la boda.
El hijo se mostró conforme con todo lo que quisieron sus padres. La
pobre princesa estuvo aguardando largo tiempo a la entrada de la
ciudad la vuelta de su prometido. Al anochecer, dijo: - Seguramente
ha besado a sus padres en la mejilla derecha, y me ha olvidado.
Llenóse su corazón de tristeza y pidió volver a la solitaria casita
del bosque, lejos de la Corte de su padre. Todas las noches volvía a
la ciudad y pasaba por delante de la casa del joven, él la vio
muchas veces, pero no la reconoció. Al fin, oyó que la gente decía:
- Mañana se celebra su boda. «Intentaré recobrar su corazón», pensó
ella. Y el primer día de la fiesta, dando vuelta al anillo mágico,
dijo: - Quiero un vestido reluciente como el sol.
En seguida tuvo el vestido en sus manos; y su brillo era tal, que
parecía tejido de puros rayos. Cuando todos los invitados se
hallaban reunidos, entró ella en la sala. Todos los presentes se
admiraron al contemplar un vestido tan magnífico; pero la más
admirada fue la novia, cuyo mayor deseo era el conseguir aquellos
atavíos. Se dirigió, pues, a la desconocida y le preguntó si quería
venderlo.
- No por dinero -respondió ella-, pero os lo daré si me permitís
pasar la noche ante la puerta de la habitación del novio.
La novia, con el afán de poseer la prenda, accedió; pero mezcló un
somnífero en el vino que servíase al novio, por lo que éste quedó
sumido en profundo sueño. Cuando ya reinó el silencio en todo el
palacio, la princesa, pegándose a la puerta del aposento y
entreabriéndola, dijo en voz alta:
«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».
Pero todo fue en vano; el tambor no se despertó, y, al llegar la
mañana, la princesa hubo de retirarse sin haber conseguido su
propósito. Al atardecer del segundo día, volvió a hacer girar el
anillo y dijo: - Quiero un vestido plateado como la luna.
Y cuando se presentó en la fiesta en su nuevo vestido, que competía
con la luna en suavidad y delicadeza, despertó de nuevo la codicia
de la novia, logrando también su conformidad de que pasase la
segunda noche ante la puerta del dormitorio. Y, en medio del
silencio nocturno, volvió a exclamar:
«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».
Pero el tambor, bajo los efectos del narcótico, no se despertó
tampoco, y la muchacha, al llegar la mañana, hubo de regresar.
tristemente, a su casa del bosque.
Pero las gentes del palacio habían oído las lamentaciones de la
princesa y dieron cuenta de ello al novio, diciéndole también que a
él le era imposible oírla, porque en el vino que se tomaba al
acostarse mezclaban un narcótico. Al tercer día, la princesa dio
vuelta al prodigioso anillo y dijo: - Quiero un vestido centelleante
como las estrellas.
Al aparecer en la fiesta, la novia quedó anonadada ante la
magnificencia del nuevo traje, mucho más hermoso que los anteriores,
y dijo: - Ha de ser mío, y lo será.
La princesa se lo cedió como las veces anteriores, a cambio del
permiso de pasar la noche ante la puerta del aposento del novio.
Éste. empero, no se tomó el vino que le sirvieron al ir a acostarse,
sino que lo vertió detrás de la cama. Y cuando ya en toda la casa
reinó el silencio, pudo oír la voz de la doncella, que le decía:
«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».
Y, de repente, recuperó la memoria. - ¡Ay -exclamó-, cómo es posible
que haya obrado de un modo tan desleal! Tuvo la culpa el beso que di
a mis padres en la mejilla derecha; él me aturdió.
Y, precipitándose a la puerta y tomando de la mano a la princesa, la
llevó a la cama de sus padres. - Ésta es mi verdadera prometida -les
dijo-, y si no me caso con ella, cometeré una grandísima injusticia.
Los padres, al enterarse de todo lo sucedido, dieron su
consentimiento. Fueron encendidas de nuevo las luces de la sala,
sonaron tambores y trompetas, envióse invitación a amigos y
parientes, y celebróse la boda con la mayor alegría. La otra
prometida se quedó con los hermosos vestidos, y con ellos se dio por
satisfecha
FIN
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