jueves, 17 de septiembre de 2009
EL GIGANTE EGOÍSTA
El Gigante egoista
Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían
acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín
grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre
la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena
de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos
rosados, y en otoño daban sabroso fruto. Los pájaros se posaban en
los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían
sus juegos para escucharlos. -¡Qué felices somos aquí!- se gritaban
unos a otros. Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su
amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete
años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía
que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su
castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín. -¿Qué
estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron
corriendo. -Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de
que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en
él. Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:
Prohibida la entrada. Los transgresores serán procesados
judicialmente. Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no
tenían ahora donde jugar. Trataron de hacerlo en la carretera, pero
la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.
Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones,
alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al
otro lado. -¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.
Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y
pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el
invierno. Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no
había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita
flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se
entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez
en tierra y se echó a dormir. Los únicos complacidos eran la Nieve y
el Hielo. -La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban.
-Podremos vivir aquí durante todo el año. La Nieve cubrió todo el
césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los
árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una
temporada con ellos, y el Viento aceptó. Llegó envuelto en pieles y
aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la
chimeneas. -Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que
invitar al Granizo a visitarnos. Y llegó el Granizo. Cada día
durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo,
hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a
dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo.
Vestía de gris y su aliento era como el hielo. -No puedo comprender
como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta,
al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que
este tiempo cambiará! Pero la primavera no llegó, y el verano
tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al
jardín del gigante no le dio ninguno. -Es demasiado egoísta- se
dijo. Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el
Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los
árboles. Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando
oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que
creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad
solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía
tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le
pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de
bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un
delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.
-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y
saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio? Vio un
espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños
habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban
sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance
de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de
volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de
capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los
pequeños. Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las
flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena
encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el
rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy
pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y
daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol
seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba
y rugía en torno a él. -¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía
sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño.
El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.
-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la
primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño
sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el
parque de recreo de los niños para siempre. Estaba verdaderamente
apenado por lo que había hecho. Se precipitó escaleras abajo, abrió
la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín. Pero los
niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron
corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño
pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que
no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda,
lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El
árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y
el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante
y le besó. Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era
malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos. -Desde
ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y
cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó
la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los
niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.
Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a
despedirse del gigante. -Pero, ¿dónde está vuestro pequeño
compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó. El gigante era a
este al que más quería, porque lo había besado. -No sabemos
contestaron los niños- se ha marchado. -Debéis decirle que venga
mañana sin falta- dijo el gigante. Pero los niños dijeron que no
sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se
quedó muy triste. Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los
niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto
quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy
bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer
amiguito y a menudo hablaba de él. -¡Cuánto me gustaría verlo!-
solía decir. Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y
cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos;
sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su
jardín. -Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las
flores más bellas. El Gigante Egoísta Oscar Wilde Una mañana
invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no
detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera
adormecida y el reposo de las flores. De pronto se frotó los ojos
atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa.
En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente
cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas,
frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el
pequeño al que tanto quiso. El gigante corrió escaleras abajo con
gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el
césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara
enrojeció de cólera y exclamó: - ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues
en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las
mismas señales se veían en los piececitos. -¿Quién se ha atrevido a
herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y
matarle. -No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.
-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió,
haciéndole caer de rodillas ante el pequeño. Y el niño sonrió al
gigante y le dijo: -Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy
vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso. Y cuando llegaron
los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto,
bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos. (Oscar Wilde).
FIN
OSCAR WILDE
Cuentos Infantiles
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