jueves, 17 de septiembre de 2009

EL REY DE LA MONTAÑA DE ORO


El rey de la montaña de oro

Un comerciante tenía dos hijos, un niño y una niña, tan pequeños que
todavía no andaban. Dos barcos suyos, ricamente cargados, se
hicieron a la mar; contenían toda su fortuna, y cuando él pensaba
realizar con aquel cargamento un gran beneficio, llególe la noticia
de que habían naufragado, con lo cual, en vez de un hombre opulento,
convirtióse en un pobre, sin más bienes que un campo en las afueras
de la ciudad.

Con la idea de distraerse en lo posible de sus penas, salió un día a
su terruño y, mientras paseaba de un extremo a otro, acercósele un
hombrecillo negro y le preguntó el motivo de su tristeza, que no
parecía sino que le iba el alma en ella. Respondióle el mercader: -
Te lo contaría si pudieses ayudarme a reparar la desgracia.

- ¡Quién sabe! - exclamó el enano negro -. Tal vez me sea posible
ayudarte.

Entonces el mercader le dijo que toda su fortuna se había perdido en
el mar y que ya no le quedaba sino aquel campo.

- No te apures - díjole el hombrecillo -. Si me prometes que dentro
de doce años me traerás aquí lo primero que te toque la pierna
cuando regreses ahora a tu casa, tendrás todo el dinero que quieras.

Pensó el comerciante: «¿Qué otra cosa puede ser, sino mi perro?»,
sin acordarse ni por un instante de su hijito, por lo cual aceptó la
condición del enano, suscribiéndola y sellándola.

Al entrar en su casa, su pequeño sintióse tan contento de verlo,
que, apoyándose en los bancos, consiguió llegar hasta él y se le
agarró a la pierna. Espantóse el padre, pues, recordando su promesa,
dióse ahora cuenta del compromiso contraído. Pero al no encontrar
dinero en ningún cajón ni caja, pensó que todo habría sido una broma
del hombrecillo negro. Al cabo de un mes, al bajar a la bodega en
busca de metal viejo para venderlo, encontró un gran montón de
dinero. Púsose el hombre de buen humor, empezó a comprar,
convirtiéndose en un comerciante más acaudalado que antes y se
olvidó de todas sus preocupaciones.

Mientras tanto, el niño había crecido y se mostraba muy inteligente
y bien dispuesto. A medida que transcurrían los años crecía la
angustia del padre, hasta el extremo de que se le reflejaba en el
rostro. Un día le preguntó el niño la causa de su desazón, y aunque
el padre se resistió a confesarla, insistió tanto el hijo que,
finalmente, le dijo que, sin saber lo que hacía, lo había prometido
a un hombrecillo negro a cambio de una cantidad de dinero; y cuando
cumpliese los doce años vencía el plazo y tendría que entregárselo,
pues así lo había firmado y sellado. Respondióle el niño: - No os
aflijáis por esto, padre; todo se arreglará. El negro no tiene
ningún poder sobre mí.

El hijo pidió al señor cura le diese su bendición, y, cuando sonó la
hora, se encaminaron juntos al campo, donde el muchachito,
describiendo un círculo en el suelo, situóse en su interior con su
padre. Presentóse a poco el hombrecillo y dijo al viejo: - ¿Me has
traído lo que prometiste?

El hombre no respondió, mientras el hijo preguntaba: - ¿Qué buscas
tú aquí?

A lo que replicó el negro: - Es con tu padre con quien hablo, no
contigo.

Pero el muchacho replicó: - Engañaste y sedujiste a mi padre -, dame
el contrato.

- No - respondió el enano -, yo no renuncio a mi derecho.

Tras una larga discusión, convinieron, finalmente, en que el hijo,
puesto que ya no pertenecía a su padre, sino al diablo, embarcaría
en un barquito anclado en un río que corría hacia el mar; el padre
empujaría la embarcación hacia el centro de la corriente y
abandonaría al niño a su merced. Despidióse el niño de su padre y
subió al barquichuelo, y su propio padre tuvo que impulsarlo con el
pie. Volcó el barco, quedando con la quilla para arriba y la
cubierta en el agua. El padre, creyendo que su hijo se había
ahogado, regresó tristemente a su casa y lo lloró durante largo
tiempo.

Pero el barquito no se había hundido, sino que siguió flotando
suavemente, con el mocito a bordo, hasta que, al fin, quedó varado
en una orilla desconocida. Desembarcó el muchacho, y, viendo un
hermoso palacio, encaminóse a él sin vacilar. Pero al pasar la
puerta vio que era un castillo encantado. Recorrió todas las salas,
mas todas estaban desiertas, excepto la última, donde había una
serpiente enroscada. La serpiente era, a su vez, una doncella
encantada que, al verlo, dio señales de gran alegría y le dijo: -
¿Has llegado, libertador mío? Durante doce años te he estado
esperando; este reino está hechizado y tú debes redimirlo.

- ¿Y cómo puedo hacerlo? - preguntó él.


- Esta noche comparecerán doce hombres negros, que llevan cadenas
colgando, y te preguntarán el motivo de tu presencia aquí; tú debes
mantenerte callado, sin responderles, dejando que hagan contigo lo
que quieran. Te atormentarán, golpearán y pincharán, tú, aguanta,
pero no hables, a las doce se marcharán. La segunda noche vendrán
otros doce, y la tercera, veinticuatro, y te cortarán la cabeza;
pero a las doce su poder se habrá terminado, y si para entonces tú
has resistido y no has pronunciado una sola palabra, yo quedaré
desencantada. Vendré con un frasco de agua de vida, te rociaré con
ella y quedarás vivo y sano como antes.

- Te rescataré gustoso - respondió él.

Y todo sucedió tal y como se le había predicho. Los hombres negros
no pudieron arrancarle una sola palabra, y la tercera noche la
serpiente se transformó en una hermosa princesa que, provista del
agua de vida, acudió a resucitarlo. Luego, arrojándose a su cuello,
lo besó, y el júbilo y la alegría se esparcieron por todo el
palacio. Casáronse, y el muchacho convirtióse en rey de la montaña
de oro.

Al cabo de un tiempo de vida feliz, la reina dio a luz un hermoso
niño. Cuando habían transcurrido ya ocho años, el joven se acordó de
su padre y le entró el deseo de ir a verlo a su casa. La Reina no
quería dejarlo partir, diciendo: - Sé que será mi desgracia - pero
él no la dejó en paz hasta haber conseguido su asentimiento. Al
despedirlo, ella le dio un anillo mágico y le dijo: - Llévate esta
sortija y póntela en el dedo; con ella podrás trasladarte adonde
quieras; únicamente has de prometerme que no la utilizarás para
hacer que yo vaya a la casa de tu padre.

Prometióselo él y, poniéndose el anillo en el dedo, pidió
encontrarse en las afueras de la ciudad donde su padre residía. En
el mismo momento estuvo allí y se dispuso a entrar en la población;
pero al llegar a la puerta, detuviéronle los centinelas por verle
ataviado con vestidos extraños, aunque ricos y magníficos. Subió
entonces a la cima de un monte, en la que un pastor guardaba su
rebaño; cambió con él sus ropas y, vistiendo la zamarra del pastor,
pudo entrar en la ciudad sin ser molestado. Presentóse en la casa de
su padre y se dio a conocer, pero el hombre se negó a prestarle
crédito, diciéndole que, si bien era verdad que había tenido un
hijo, había muerto muchos años atrás; con todo, como veía que se
trataba de un pobre pastor, le ofreció un plato de comida. Entonces,
el mozo dijo a sus padres: - Es verdad que soy vuestro hijo. ¿No
sabéis de alguna señal en mi cuerpo por la que pudierais
reconocerme?

- Sí - respondió la madre -, nuestro hijo tenía un lunar en forma de
frambuesa debajo del brazo derecho.

Apartóse él la camisa, y al ver el lunar en el sitio indicado,
dejaron ya de dudar de que tenían consigo a su hijo. Contóles él
entonces que era rey de la montaña de oro, que su esposa era una
princesa y que tenían un hermoso hijito de siete años. Dijo entonces
la madre: - ¡Esto sí que no lo creo! ¡Vaya un rey, que se presenta
vestido de pastor!

Irritado el hijo, sin acordarse de su promesa, dio la vuelta al
anillo, conjurando a su esposa y a su hijo a que compareciesen, y en
el mismo momento se presentaron los dos: la Reina, llorando y
lamentándose, y acusándolo de haber quebrantado su palabra y haberla
hecho a ella desgraciada.

Respondióle él: - Lo hice impremeditadamente y sin mala intención -
y trató de disculparse y persuadirla. Ella simuló ceder a sus
excusas, pero ya el rencor anidaba en su alma.

Condujo a su esposa a las afueras de la ciudad y le mostró el río en
el que había sido lanzado el barquito; luego le dijo: - Estoy
cansado; siéntate, quiero dormir un poco sobre tu regazo.

Apoyó en él la cabeza, y la Reina lo estuvo acariciando hasta que se
durmió. Quitóle entonces el anillo del dedo y, retirando el pie de
debajo de él, descalzóse y dejó la chinela; luego cogió en brazos a
su hijito y pidió volver a su reino. Al despertar, el Rey encontróse
completamente abandonado; su esposa e hijo habían desaparecido, así
como el anillo de su dedo, no quedándole más que la chinela como
prenda.


«A la casa de mis padres no puedo volver - pensó -, dirían que soy
brujo; no tengo más solución que ponerme en camino y seguir hasta
que llegue a mis dominios». Partió, pues, y, al fin, se encontró en
una montaña donde había tres gigantes que disputaban acaloradamente
porque no lograban ponerse de acuerdo sobre la manera de repartiese
la herencia de su padre. Al verlo pasar de largo, lo llamaron y,
diciendo que los hombres pequeños eran de inteligencia avispada, lo
invitaron a actuar de árbitro en el reparto. La herencia se componía
de una espada que, cuando uno la blandía y gritaba: «¡Todas las
cabezas al suelo, menos la mía!», en un abrir y cerrar de ojos,
decapitaba a todo bicho viviente; en segundo lugar, de una túnica
que hacía invisible a quien la llevaba; y, en tercero, de un par de
botas que llevaban en un instante, a quien se las ponía, al lugar
que deseaba. Dijo el Rey: - Dadme los tres objetos, pues he de
examinarlos para ver si se hallan en buen estado.

Alargáronle la túnica y, no bien se la hubo puesto, desapareció,
convertido en una mosca. Recuperando su figura propia, dijo: - La
túnica está bien; venga ahora la espada. Pero los otros replicaron:
- ¡Ah, no! No te la damos. Sólo con que dijeses: «¡Todas las cabezas
al suelo, menos la mía!», quedaríamos decapitados, y sólo tú
quedarías con vida.

No obstante, al fin se avinieron a entregársela a condición de que
la probase en un árbol. Hízolo así, y la espada cortó el tronco a
cercén como si fuese una paja. Quiso entonces examinar las botas,
pero los gigantes se opusieron: - No, no te las damos. Si, cuando
las tengas puestas, te da por trasladarte a la cima de la montaña,
nosotros nos quedaríamos sin nada.

- No - les dijo -, no lo haré.

Y le dejaron las botas. Ya en posesión de las tres piezas, y no
pensando más que en su esposa y su hijo, díjose para sus adentros:
«¡Ah, si pudiese encontrarme en la montaña de oro!», e,
inmediatamente, desapareció de la vista de los tres gigantes, con lo
cual quedó resuelto el pleito del reparto de la herencia.

Al llegar el Rey al palacio notó que había en él gran alborozo;
sonaban violines y flautas, y la gente le dijo que la Reina se
disponía a celebrar su boda con un segundo marido. Encolerizado,
exclamó: - ¡Pérfida! ¡Me ha engañado; me abandonó mientras dormía!

Y poniéndose la túnica, penetró en el palacio sin ser visto de
nadie. Al entrar en la gran sala vio una enorme mesa servida con
deliciosas viandas; los invitados comían y bebían entre risas y
bromas, mientras la Reina, sentada en el lugar de honor, en un trono
real, aparecía magníficamente ataviada, con la corona en la cabeza.
Él fue a colocarse detrás de su esposa sin que nadie lo viese, y,
cuando le pusieron en el plato un pedazo de carne, se lo quitó y se
lo comió, y cuando le llenaron la copa de vino, cogióla también y se
la bebió; y a pesar de que la servían una y otra vez, se quedaba
siempre sin nada, pues platos y copas desaparecían instantáneamente.
Apenada y avergonzada, levantóse y, retirándose a su aposento, se
echó a llorar, pero él la siguió. Dijo entonces la mujer: - ¿Es que
me domina el diablo, y jamás vendrá mi salvador?

Él, pegándole entonces en la cara, replicó: - ¿Acaso no vino tu
salvador? ¡Está aquí, mujer falaz! ¿Merecía yo este trato? Y,
haciéndose visible, entró en la sala gritando: - ¡No hay boda; el
rey legítimo ha regresado!

Los reyes, príncipes y consejeros allí reunidos empezaron a
escarnecerlo y burlarse de él; pero el muchacho, sin gastar muchas
palabras, gritó: -¿Queréis marchamos o no?

Y, viendo que se aprestaban a sujetarlo y acometerle, desenvainando
la espada, dijo: - ¡Todas las cabezas al suelo, menos la mía!
Y todas las cabezas rodaron por tierra, y entonces él, dueño de la
situación, volvió a ser el rey de la montaña de oro.
FIN


Cuentos Infantiles

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