jueves, 17 de septiembre de 2009

LA NUEZ DE ORO


La Nuez de oro

La linda Maria, hija del guardabosques, encontró un día una nuez de
oro en medio del sendero.
-Veo que has encontrado mi nuez.
Devuelvemela -dijo una voz a su espalda.
María se volvió en redondo y fue a en- contrarse frente a un ser
diminuto, flaco, vestido con jubón carmesí y un puntia-gudo gorro.
Podría haber sido un niño por el tamaño, pero por la astucia de su
rostro comprendió la niña que se trataba de un duendecillo.
-Vamos, devuelve la nuez a su dueño, el Duende de la Floresta
-insistió, inclinándose con burla.
-Te la devolveré si sabes cuantos pliegues tiene en la corteza. De
lo con-trario me la quedaré, la venderé y podré comprar ropas para
los niños pobres, porque el invierno es muy crudo.
-Déjame pensar..., ¡tiene mil ciento y un pliegues!
María los contó. ¡El duendecillo no se había equivocado! Con
lágrimas en los ojos, le alargó la nuez.
-Guárdala -le dijo entonces el duende-: tu generosidad me ha
conmovido. Cuando necesites algo, pídeselo a la nuez de oro.
Sin más, el duendecillo desapareció.
Misteriosamente, la nuez de oro procuraba ropas y alimentos para
todos los pobres de la comarca. Y como María nunca se separaba de
ella, en adelante la llamaron con el encantador nombre de 'Nuez de
Oro".
FIN


Cuentos Infantiles

LA LIEBRE Y LA TORTUGA


La liebre y la tortuga

En el centro del bosque había un amplio círculo, libre de árboles,
en el que los animales que habitaban aquellos contornos celebraban
toda clase de competiciones deportivas.
En el centro de un grupo de animales hablaba la bonita y elegante
Esmelinda, la liebre:
- Soy veloz como el viento, y no hay nadie que se atreva a competir
conmigo en velocidad.
Un conejito gris insinuó, soltando la carcajada y hablando con
burlona ironía:
- Yo conozco alguien que te ganaría...
- ¿Quien? - Preguntó Esmelinda, sorprendida e indignada a la vez.
- ¡La tortuga! ¡La tortuga!
Todos los allí reunidos rompieron a reír a carcajadas, y entre las
risotadas se oyeron gritos de: "¡La tortuga y la liebre en carrera!
¡Frente a frente!
En el centro del grupo la liebre alzó su mano para ordenar silencio.

- ¡Qué cosas se os ocurren! Yo soy el animal más veloz del bosque y
nadie sería capaz de alcanzarme.
Y se alejó del lugar tan rápidamente como si tuviera alas en los
pies. La liebre se dirigió al mercado de lechugas, pues la tortuga
era vendedora de la mencionada mercancía, y se aproximó a la tortuga
contoneándose:
- Hola tortuguita, vengo a proponerte que el domingo corras conmigo
en la carrera.
La tortuga se le quedó mirando boquiabierta.
- ¡Tú bromeas! Yo soy muy lenta y la carrera no tendría emoción.
Aunque, ¡quién sabe!
- ¿Como? Pobre animalucho. Supongo que no te imaginarás competir
conmigo. Apostaría cualquier cosa a que no eres capaz.
- Iré el domingo a la carrera.
Una vieja tortuga le dijo:
- Tu eres lenta pero constante...; la liebre veloz, pero inconstante
ve tranquila y suerte, tortuguita.
El domingo amaneció un día espléndido. En el campo de los deportes
reinaba una gran algarabía.
- ¡Vamos, retírate! - le gritaban algunos a la tortuga. Pero la
tortuga, aunque avergonzada no se retiró.
La liebre, después de recorrer un trecho se echó a dormir y cuando
despertó siguió riendo porque la tortuga llegaba entonces a su lado.

- ¡Anda, sigue, sigue! Te doy un kilómetro de ventaja. Voy a ponerme
a merendar.
La liebre se sentó a merendar y a charlar con algunos amigos y
cuando le pareció se dispuso a salir tras la tortuga, a quien ya no
se la veía a lo lejos.
Pero, ¡ay!, la liebre había sido excesivamente optimista y
menospreciado en demasía el caminar de la tortuga, porque cuando
quiso darle alcance ya llegaba a la meta y ganaba el premio.
Fue un triunfo inolvidable en el que el sabio consejo de una anciana
y la preciosa virtud de la constancia salieron triunfales una vez
más.
FIN

Cuentos Infantiles

LA LECHERA


La Lechera

Hace mucho tiempo, en una granja rodeada de animales, vivía la joven
Elisa. Una mañana de verano se despertó antes de lo acostumbrado.
¡Felicidades, Elisa! - le dijo su madre -. Espero que hoy las
vacas den mucha leche porque luego irás a venderla al pueblo y todo
el dinero que te den por ella será para ti. Ese será mi regalo de
cumpleaños.
¡Aquello sí que era una sorpresa! ¡Con razón pensaba Elisa que
algo bueno iba a pasarle! Ella que nunca había tenido dinero, iba a
ser la dueña de todo lo que le dieran por la leche. ¡Y por si fuera
poco, parecía que las vacas se habían puesto también de acuerdo en
felicitarla, porque aquel día daban más leche que nunca!
Cuando tuvo un cántaro grande lleno hasta arriba de rica leche,
la lechera se puso en camino.
Había empezado a calcular lo que le darían por la leche cuando
oyó un carro del que tiraba un borriquillo. En él iba Lucia hacia el
pueblo para vender sus verduras.
-¿Quieres venir conmigo en el carro? - le preguntó.
- Muchas gracias, pero no subo porque con los baches la leche
puede salirse y hoy lo que gane será para mí.
-¡Fiuuu...! ¡vaya suerte! - exclamó Lucía -. Seguro que ya sabes
en lo que te lo vas a gastar.
Cuando se fue Lucía, Elisa se puso a pensar en las cosas que
podría comprarse con aquel dinero.
Ya sé lo que voy a comprar: ¡una cesta llena de huevos! Esperaré
a que salgan las pollitos, los cuidaré y alimentaré muy bien. y
cuando crezcan se convertirán en hermosos gallos y gallinas.
Elisa se imaginaba ya las gallinas crecidas y hermosas y siguió
pensando qué haría después.
- Entonces iré a venderlos al mercado, y con el dinero que gane
comprará un cerdito, le daré muy bien de comer y todo el mundo
querrá comprarme el cerdo, así cuando lo venda, con el dinero que
saque, me comprará una ternera que dé mucha leche. ¡Qué maravilla!
Será como si todos los días fuera mi cumpleaños y tuviera dinero
para gastar.
Ya se imaginaba Elisa vendiendo su leche en el mercado y
comprándose vestidos, zapatos y otras cosas.
Estaba tan contenta con sus fantasías que tropezó, sin darse
cuenta, con una rama que había en el suelo y el cántaro se rompió.
-¡Adiós a mis pollitos y a mis gallinas y a mi cerdito y a mi
ternera! ¡Adiós a mis sueños de tener una granja! No sólo he perdido
la leche sino que el cántaro se ha roto. ¿Qué le voy a decir a mi
madre? ¡Todo esto me está bien empleado por ser tan fantasiosa!
Y así es como acaba el cuento de la lechera. Sin embargo. cuando
regresó a la granja le contó a su madre lo que había pasado. Su
madre era una madre muy comprensiva y le habló así:
- No te preocupes, hija, cuando yo tenía tu edad era igual de
fantasiosa que tú, pero gracias a eso empecé a hacer negocios
parecidos a los que tú te imaginabas y al final. logré tener esta
granja. La imaginación es buena sí se acompaña de un poco de cuidado
con lo que haces.
Elisa aprendió mucho ese día y a partir de entonces tuvo cuidado
cuando su madre la mandaba al mercado.

Adaptación de la fábula de La fontaine.

FIN


Cuentos Infantiles

LA GATA ENCANTADA


La gata encantada

Erase un principe muy admirado en su reino. Todas las jovenes
casaderas deseaban tenerle por esposo. Pero el no se fijaba en
ninguna y pasaba su tiempo jugando con Zapaquilda, una preciosa
gatita, junto a las llamas del hogar. Un dia, dijo en voz alta:
Eres tan cariñosa y adorable que, si fueras mujer, me casaria
contigo.
En el mismo instante aparecio en la estancia el Hada de los
Imposibles, que dijo:
Principe tus deseos se han cumplido.
El joven, deslumbrado, descubrio junto a el a Zapaquilda, convertida
en una bellisima muchacha.
Al día siguiente se celebraban las bodas y todos los nobles y pobres
del reino que acudieron al banquete se extasiaron ante la hermosa y
dulce novia. Pero, de pronto, vieron a la joven lanzarse sobre un
ratoncillo que zigzagueaba por el salon y zamparselo en cuanto lo
hubo atrapado. El principe empezo entonces a llamar al Hada de los
Imposibles para que convirtiera a su esposa en la gatita que habia
sido. Pero el Hada no acudio, y nadie nos ha contado si tuvo que
pasarse la vida contemplando como su esposa daba cuenta de todos los
ratones de palacio
FIN

Cuentos Infantiles

LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO



La Gallina de los Huevos de Oro

Érase un labrador tan pobre, tan pobre, que ni siquiera poseía una
vaca. Era el más pobre de la aldea. Y resulta que un día, trabajando
en el campo y lamentándose de su suerte, apareció un enanito que le
dijo:
-Buen hombre, he oído tus lamentaciones y voy a hacer que tu fortuna
cambie. Toma esta gallina; es tan maravillosa que todos los días
pone un huevo de oro.
El enanito desapareció sin más ni más y el labrador llevó la gallina
a su corral. Al día siguiente, ¡oh sorpresa!, encontró un huevo de
oro. Lo puso en una cestita y se fue con ella a la ciudad, donde
vendió el huevo por un alto precio.
Al día siguiente, loco de alegría, encontró otro huevo de oro. ¡Por
fin la fortuna había entrado a su casa! Todos los días tenía un
nuevo huevo.
Fue así que poco a poco, con el producto de la venta de los huevos,
fue convirtiéndose en el hombre más rico de la comarca. Sin embargo,
una insensata avaricia hizo presa su corazón y pensó:
"¿Por qué esperar a que cada día la gallina ponga un huevo? Mejor la
mato y descubriré la mina de oro que lleva dentro".
Y así lo hizo, pero en el interior de la gallina no encontró ninguna
mina. A causa de la avaricia tan desmedida que tuvo, este tonto
aldeano malogró la fortuna que tenía.
FIN

Cuentos Infantiles

LA CASITA DE CHOCOLATE


La casita de chocolate

Dos hermanitos salieron de su casa y fueron al bosque a coger leña.
Pero cuando llegó el momento de regresar no encontraron el camino de
vuelta. Se asustaron mucho y se pusieron a llorar al verse solos en
el bosque.
Sin embargo, allá a lo lejos vieron brillar la luz de una casita
y hacia ella se dirigieron. Era una casita extraordinaria. Tenía las
paredes de caramelo y chocolate. Y como los dos hermanos tenían
hambre se pusieron a chupar en tan sabrosa golosina. Entonces se
abrió la puerta y apareció la viejecita que vivía allí, diciendo:
Hermosos niños, ya veo que tenéis mucho apetito. Entrad, entrad y
comed cuanto queráis.
Los dos hermanitos obedecieron confiados. Pero en cuanto
estuvieron dentro, la anciana cerró la puerta con llave y la guardó
en el bolsillo, echándose luego a reír. Era una perversa bruja que
se servía de su casita de chocolate para atraer a los niños que
andaban solos por el bosque.
Los infelices niños se pusieron a llorar, pero la bruja encerró
al niño en una jaula y le dijo:
- No te voy a comer hasta que engordes, porque estas muy delgado-
Primero te cebaré bien.
Y todos los días le preparaba platos de sabrosa comida. Mientras
tanto a la niña la obligaba a trabajar sin descanso. Y cada mañana
iba la bruja a comprobar si engordaba su hermanito, mandándole que
le enseñara un dedo. Pero como tenía muy mala vista, el niño, que
era muy astuto, le enseñaba un huesecillo de pollo que había
guardado de una de las comidas. Y así la bruja quedaba engañada,
pues creía que el niño no engordaba.
- Sigues muy delgado decía -. Te daré mejor comida.
Y preparaba nuevos y abundantes platos y era la niña la que se
encargaba de llevarlos a la jaula llorando amargamente porque sabía
lo que la bruja quería hacer con su hermano.
Escapar de la casa era imposible, porque la vieja nunca sacaba la
llave del bolsillo y no se podía abrir la puerta. ¿Cómo harían para
escapar?
Un día llamó la bruja a la niña y le dijo:
- Mira, ya me he cansado de esperar porque tu hermano no engorda
a pesar de que come mejor que un rey. Le preparo las mejores cosas y
tiene los dedos tan flacos que parecen huesos de pollo. Así que vas
a encender el fuego enseguida.
La niña se acercó a su querido hermanito y le contó los
propósitos de la malvada bruja. Había llegado el momento tan temido.

La bruja andaba de un lado para otro haciendo sus preparativos.
Como veía que pasaba el tiempo y la niña no había cumplido lo que le
había mandado, gritó:
¿A qué esperas para encender el fuego?
La hermana tuvo entonces una buena idea:
- Señora bruja - dijo -, yo no sé encenderlo.
- Pareces tonta - contestó la bruja -; tendré que enseñarte.
Fíjate, se echa mucha leña, así. Ahora enciendes y soplas para que
salgan muchas llamas. ¿Lo ves?
Como estaba la bruja en la boca del horno, la niña le arrancó de
un tirón las llaves que llevaba atadas a la cintura y, dando a la
bruja un tremendo empujón, la hizo caer dentro del horno.
Libre ya de la bruja, y usando las laves, abrió con gran alegría
la puerta de la jaula y salieron los dos corriendo hacia el bosque.
Se alejaron a todo correr de la casita de chocolate y cuando
encontraron el camino de regreso a su casa lo siguieron y llegaron
muy felices.

FIN

(Hermanos Grimm)

Cuentos Infantiles

HERMANO ALEGRE




Hermano alegre

Hubo una vez una gran guerra, terminada la cual, fueron licenciados
muchos soldados. Entre ellos estaba el Hermano Alegre, que, con su
licencia, no recibió más ayuda de costas que un panecillo de
munición y cuatro reales. Y con todo esto se marchó. Pero San Pedro
se había apostado en el camino, disfrazado de mendigo, y, al pasar
Hermano Alegre, le pidió limosna. Respondióle éste: - ¿Qué puedo
darte, buen mendigo? Fui soldado, me licenciaron y no tengo sino un
pan de munición y cuatro reales en dinero. Cuando lo haya terminado,
tendré que mendigar como tú. Algo voy a darte, de todos modos.

Partió el pan en cuatro pedazos y dio al mendigo uno y un real.
Agradecióselo San Pedro y volvió a situarse más lejos, tomando la
figura de otro mendigo; cuando pasó el soldado, pidióle nuevamente
limosna. Hermano Alegre repitió lo que la vez anterior, y le dio
otra cuarta parte del pan y otra moneda de a real. San Pedro le dio
las gracias y, adoptando de nuevo figura de mendigo, lo aguardó más
adelante para solicitar otra vez su limosna. Hermano Alegre le dio
la tercera porción del pan y el tercer real. San Pedro le dio las
gracias, y el hombre continuó su ruta sin más que la última cuarta
parte del pan y la última moneda. Entrando, con ello, en un mesón,
se comió el pan y se gastó el real en cerveza. Luego reemprendió la
marcha. Salióle entonces al encuentro San Pedro, en forma de soldado
licenciado, y le dijo:

- Buenos días, compañero, ¿no podrías darme un trocito de pan y un
cuarto para echar un trago?

- ¿De dónde quieres que lo saque? -le replicó Hermano Alegre-. Me
han licenciado sin darme otra cosa que un pan de munición y cuatro
reales en dinero. Me topé en la carretera con tres pobres; a cada
uno le di la cuarta parte del pan y una moneda. La última cuarta
parte me la he comido en el mesón, y con el último real he comprado
cerveza. Ahora soy pobre como una rata y, puesto que tú tampoco
tienes nada, podríamos ir a mendigar juntos.

- No -respondió San Pedro-, no será necesario. Yo entiendo algo de
Medicina y espero ganarme lo suficiente para vivir.

- Así, me tocará mendigar solo -respondió Hermano Alegre-, pues yo
no entiendo pizca en este arte.

- Vente conmigo -le dijo San Pedro-, nos partiremos lo que yo gane.

- Por mí, de perlas -exclamó Hermano Alegre; y emprendieron juntos
el camino.

No tardaron en llegar a una casa de campo, de cuyo interior salían
agudos gritos y lamentaciones. Al entrar se encontraron con que el
marido se hallaba a punto de morir, por lo que la mujer lloraba a
voz en grito.

- Basta de llorar y gritar -le dijo San Pedro-, yo curaré a vuestro
marido -y sacándose una pomada del bolsillo, en un santiamén hubo
curado al hombre, el cual se levantó completamente sano. El hombre y
la mujer, fuera de sí de alegría, le dijeron:

- ¿Cómo podremos pagaros? ¿Qué podríamos daros?

Pero San Pedro se negó a aceptar nada, y cuanto más insistían los
labriegos, tanto más se resistía él. Hermano Alegre, dando un codazo
a San Pedro, le susurró: - ¡Acepta algo, hombre, bien lo
necesitamos!

Por fin, la campesina trajo un cordero y dijo a San Pedro que debía
aceptarlo; pero él no lo quería. Hermano Alegre, dándole otro
codazo, insistió a su vez: - ¡Tómalo, zoquete, bien sabes que lo
necesitamos!.

Al cabo, respondió San Pedro: - Bueno, me quedaré con el cordero;
pero no quiero llevarlo; si tú quieres, carga con él.

- ¡Si sólo es eso! -exclamó el otro-. ¡Claro que lo llevaré! -. Y se
lo echó a cuestas.

Siguieron caminando hasta llegar a un bosque; el cordero le pesaba a
Hermano Alegre, y además tenía hambre, por lo que dijo a San Pedro:
- Mira, éste es un buen lugar; podríamos degollar el cordero, asarlo
y comérnoslo.

- No tengo inconveniente -respondió su compañero-; pero como yo no
entiendo nada de cocina, lo habrás de hacer tú, ahí tienes un
caldero; yo, mientras tanto, daré unas vueltas por aquí, hasta que
esté asado. Pero no empieces a comer hasta que venga yo. Volveré a
tiempo.

- Márchate tranquilo -respondió el soldado-. Yo entiendo de cocina y
sabré arreglarme. Marchóse San Pedro, y Hermano Alegre sacrificó el
cordero, encendió fuego, echó la carne en el caldero y la puso a
cocer. El guiso estaba ya a punto, y San Pedro no volvía; entonces
Hermano Alegre lo sacó del caldero, lo cortó en pedazos y encontró
el corazón: «Esto debe ser lo mejor», se dijo; probó un pedacito y,
a continuación, se lo comió entero. Llegó, al fin, San Pedro y le
dijo: - Puedes comerte todo el cordero; déjame sólo el corazón.

Hermano Alegre cogió cuchillo y tenedor y se puso a hurgar entre la
carne, como si buscara el corazón y no lo hallara, hasta que, al
fin, dijo: - Pues no está.

- ¡Cómo! -replicó su compañero-. ¿Pues dónde quieres que esté?

- No sé -respondió Hermano Alegre-. Pero, ¡seremos tontos los dos!
¡Estamos buscando el corazón del cordero, y a ninguno se le ha
ocurrido que los corderos no tienen corazón!

- ¡Con qué me sales ahora! -exclamó San Pedro-. Todos los animales
tienen corazón, ¿por qué no habría de tenerlo el cordero?

- No, hermano, puedes creerlo; los corderos no tienen corazón.
Piénsalo un poco y comprenderás que no lo pueden tener.

- En fin, dejémoslo -dijo San Pedro-. Puesto que no hay corazón, yo
no quiero nada. Puedes comértelo todo.

- Lo que me sobre lo guardaré en la mochila -dijo Hermano Alegre, y,
después de comerse la mitad, metió el resto en su morral.

Siguieron andando, y San Pedro hizo que un gran río se atravesara en
su camino, de modo que no tenían más remedio que cruzarlo. Dijo San
Pedro: - Pasa tú delante.

- No -respondió Hermano Alegre-, tú primero, -pensando: «Si el río
es demasiado profundo, yo me quedo atrás».

Pasó San Pedro, y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Entró
entonces en él Hermano Alegre; pero se hundía cada vez más, hasta
que el agua le llegó al cuello. Gritó entonces: - ¡Hermano, ayúdame!

Y dijo San Pedro: - ¿Quieres confesar que te has comido el corazón
del cordero?

- ¡No -respondió el otro-, no me lo he comido!

El agua continuaba subiendo, y le llegaba ya hasta la boca. Volvió a
preguntarle San Pedro: - ¿Quieres confesar que te comiste el corazón
del cordero?

- ¡No -repitió el soldado- no me lo he comido!

Pero el santo, no queriendo que se ahogase, hizo bajar el agua y lo
ayudó a llegar a la orilla.

Continuaron adelante y llegaron a un reino, donde les dijeron que la
hija del Rey se hallaba en trance de muerte.

- Anda, hermano -dijo el soldado a San Pedro-, esto nos viene al
pelo. Si la curamos, se nos habrán acabado las preocupaciones.

Pero San Pedro no se daba gran prisa.

- ¡Vamos, aligera las piernas, hermanito! -decíale-, ¡Tenemos que
llegar a tiempo!

Pero el santo avanzaba cada vez con mayor lentitud, a pesar de la
insistencia y las recriminaciones de Hermano Alegre; y, así, les
llegó la noticia de que la princesa había muerto.

- ¡Ahí tienes! -refunfuñó el soldado-. ¡Todo, por tu cachaza!

- No te preocupes -replicóle San Pedro-; puedo hacer algo más que
curar enfermos; puedo también resucitar muertos.

- ¡Anda! -exclamó Hermano Alegre-. Si es así, ¡no te digo nada! Por
lo menos has de pedir la mitad del reino.


Y se presentaron en palacio, donde todo era tristeza y aflicción.
Pero San Pedro dijo al Rey que resucitaría a su hija. Conducido a
presencia de la difunta, dijo: - Que me traigan un caldero con agua.


Luego hizo salir a todo el mundo; y se quedó sólo su compañero.
Seguidamente cortó todos los miembros de la difunta, los echó en el
agua y, después de encender fuego debajo del caldero, los puso a
cocer. Cuando ya toda la carne se hubo separado de los huesos, sacó
el blanco esqueleto y lo colocó sobre una mesa, disponiendo los
huesos en su orden natural. Cuando lo tuvo hecho, avanzó y dijo por
tres veces:

- ¡En el nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate!; y, a
la tercera, la princesa recobró la vida, quedando sana y hermosa.

Alegróse el Rey sobremanera y dijo a San Pedro: - Señala tú mismo la
recompensa que quieras; te la daré, aunque me pidas la mitad del
reino.

Pero San Pedro le contestó: - ¡No pido nada!

«¡Valiente tonto!», pensó Hermano Alegre, y, dando un codazo a su
compañero, le dijo: - ¡No seas bobo! Si tú no quieres nada, yo, por
lo menos, necesito algo.

Pero el santo se empeñó en no aceptar nada. Sin embargo, observando
el Rey que el otro quedaba descontento, mandó a su tesorero que le
llenase de oro el morral.

Marcháronse los dos, y, al llegar a un bosque, dijo San Pedro a
Hermano Alegre: - Ahora nos repartiremos el oro.

- Muy bien -asintió el otro-. Manos a la obra.

Y San Pedro lo distribuyó en tres partes, mientras su compañero
pensaba: «¡A éste le falta algún tornillo! Hace tres partes, cuando
sólo somos dos». Pero dijo San Pedro: - He hecho tres partes
exactamente iguales: una para mí, otra para ti, y la tercera para el
que se comió el corazón del cordero.

- ¡Oh, fui yo quien se lo comió! -exclamó Hermano Alegre,
arramblando con el oro-. Puedes creerme.

- ¡Cómo puede ser esto! -replicó San Pedro-. Si los corderos no
tienen corazón.

- ¡Vamos, hermano! ¡Tonterías! Los corderos tienen corazón como
todos los animales. ¿Por qué no iban a tenerlo?

- Está bien -cedió San Pedro-, guárdate el oro; pero no quiero
seguir contigo; seguiré solo mi camino.

- Como quieras, hermanito -respondióle el soldado-. ¡Adiós!

Tomó el santo por otro sendero, mientras Hermano Alegre pensaba:
«Mejor que se marche, pues, bien mirado, es un hombre bien extraño».
Tenía ahora mucho dinero; pero como era un manirroto y no sabía
administrarlo, lo derrochó en poco tiempo, y pronto volvió a estar
sin blanca. En esto llegó a un país donde le dijeron que la hija del
Rey acababa de morir.

- ¡Hola! -pensó-. Ésta es la mía. La resucitaré y me haré pagar
bien. ¡Así da gusto! -. Y, presentándose al Rey, le ofreció devolver
la vida a la princesa.

Es el caso que había llegado a oídos del Rey que un soldado
licenciado andaba errante por el mundo resucitando muertos, y pensó
que bien podía tratarse de Hermano Alegre; sin embargo, no fiándose
del todo, consultó primero a sus consejeros, los cuales opinaron que
merecía la pena realizar la prueba, dado que la princesa, de todos
modos, estaba muerta. Mandó entonces Hermano Alegre que le trajese
un caldero con agua y, haciendo salir a todos, cortó los miembros
del cadáver, echólos en el agua y encendió fuego, tal como lo viera
hacer a San Pedro. Comenzó el agua a hervir, y la carne se
desprendió; sacando entonces los huesos, los puso sobre la mesa;
pero como no sabía en qué orden debía colocarlos, los juntó de
cualquier modo. Luego se adelantó y exclamó por tres veces: - ¡En
nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! - pero los
huesos no se movieron. Repitió la invocación, pero en vano.

- ¡Diablo de mujer! -gritó entonces-. ¡Levántate, o lo pasarás mal!

Apenas había pronunciado estas palabras, se presentó de pronto,
entrando por la ventana, San Pedro, en su anterior figura de soldado
licenciado, y dijo: - Hombre impío, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo
quieres que resucite a la difunta, si le has puesto los huesos de
cualquier modo?

- Hermanito, lo hice lo mejor que supe -respondióle Hermano Alegre.

- Por esta vez te sacaré de apuros; pero, tenlo bien entendido: si
otra vez te metes en estas cosas, te costará caro. Además, no
pedirás nada al Rey ni aceptarás la más mínima recompensa por lo de
hoy -y, diciendo esto, San Pedro dispuso los huesos en el orden
debido y pronunció por tres veces su fórmula: - ¡En nombre de la
Santísima Trinidad, muerta, levántate! -, a lo cual la princesa se
incorporó, sana y hermosa como antes, mientras el santo salía de la
habitación por la ventana.

Hermano Alegre, aunque satisfecho de haber salido tan bien parado de
la aventura, estaba, con todo, colérico por no poder cobrarse el
servicio. «Me gustaría saber -pensaba- qué diablos tiene en la
cabeza, que lo que me da con una mano me lo quita con la otra. ¡Esto
no tiene sentido!».

El Rey ofreció al Hermano Alegre lo que quisiera. Éste, aunque no
podía aceptar nada, arreglóselas con indirectas y astucias para que
el Monarca le llenase de oro el morral, y, bien cargado con él, se
marchó. Al salir, lo aguardaba en la puerta San Pedro, y le dijo: -
¿Qué clase de hombre eres tú? ¿No te prohibí que aceptases nada? Y
ahora te llevas el morral lleno de oro.

- ¡Qué otra cosa podía hacer! -replicó Hermano Alegre-. ¡Si me lo
han metido a la fuerza!

- Pues atiende a lo que te digo: no vuelvas a hacer estas cosas o lo
vas a pasar mal.

- ¡No te preocupes, hermano! Ahora que tengo dinero, no necesitaré
ocuparme en lavar huesos.

- Sí -replicó San Pedro-. ¡Con lo que te va a durar este oro! Mas
para que no vuelvas a meterte en lo que no debes, daré a tu morral
la virtud de que vaya a parar a él todo lo que desees. Adiós, pues
ya no volverás a verme.

- ¡Adiós! -le respondió el otro, pensando: «Me alegro de perderte de
vista, tío extravagante; no hay peligro de que te siga». Y ni por un
momento se acordó del don maravilloso adjudicado a su morral.

Hermano Alegre anduvo con su oro de la Ceca a la Meca, derrochándolo
y gastándolo en francachelas, como la vez anterior. Cuando ya no le
quedaban sino cuatro cuartos, pasando por delante de una hospedería
pensó: «Voy a gastar lo que me queda», y entró y pidió tres cuartos
de vino y un cuarto de pan. Mientras comía y bebía, llegó a sus
narices el agradable tufillo de unos patos que se estaban asando.
Mirando a uno y otro lado, vio que el mesonero tenía un par de patos
en el hornillo de la estufa, y, viniéndole entonces a la memoria lo
que le dijera su antiguo compañero respecto a la virtud de su
morral, díjose: « ¡Hola! Vamos a probarlo con los patos». Salió a la
puerta y dijo:

- Deseo que los dos patos asados pasen del horno a mi mochila.

Pronunciadas estas palabras, abrió la mochila para mirar su
interior, y, efectivamente, allí estaban los dos patos. «¡Entonces
es verdad», pensó. «¡Se acabaron, pues, las penas!». Llegado a un
prado, sacó los patos para comérselos. En éstas pasaron dos mozos
artesanos y se quedaron mirando con ojos hambrientos una de las
aves, todavía intacta. Hermano Alegre pensó: «Yo, tengo bastante con
una», y llamando a los dos mozos, les dijo: - Quedaos con este pato,
y os lo coméis a mi salud.


Diéronle ellos las gracias, cogieron el pato y se fueron al mesón.
Allí pidieron media jarra de vino y un pan, y, poniendo sobre la
mesa el pato que les acababan de regalar, comenzaron a comer.

Al verlos la posadera dijo a su marido: - Esos dos se están comiendo
un pato; ve a ver que no sea uno de los que están asándose en el
horno. Fue el ventero, y el horno estaba vacío

- ¡Cómo, bribonazos! ¡Pues sí que os saldría barato el asado!
¡Pagadme en el acto, si no queréis que os friegue las espaldas con
jarabe de palo!

- Nosotros no somos ladrones -respondieron los dos muchachos-; este
pato nos lo ha dado un soldado licenciado que estaba comiendo en
aquel prado.

- ¡A mí no me tomáis el pelo! El soldado estuvo aquí, y salió por la
puerta, como una persona honrada; yo no lo perdí de vista. ¡Vosotros
sois los ladrones y vais a pagarme!

Pero como los mozos no tenían dinero, agarrando el dueño un bastón
los echó a la calle a garrotazos.

Siguió Hermano Alegre su camino y llegó a un lugar donde se
levantaba un magnífico palacio, a poca distancia de una misérrima
hospedería. Entró en ella y pidió cama para la noche; pero el
hostelero lo rechazó, diciendo: - No hay sitio, tengo la casa llena
de viajeros distinguidos.

- ¡Me extraña que se hospeden en vuestra casa! -respondió Hermano
Alegre-. ¿Por qué no se alojan en aquel magnífico palacio?

- ¡Cualquiera pasa allí la noche! -replicó el hostelero-. Aún no lo
ha probado nadie que haya salido con vida.

- Si otros lo han probado, también lo haré yo -dijo Hermano Alegre.

- No lo intentéis -aconsejóle el hostelero-; os jugáis la cabeza con
ello.

- ¡No será tanto! -dijo el soldado-. Dadme la llave y algo bueno de
comer y beber.

Diole el ventero la llave, comida y bebida, y, con todo ello, se
dirigió Hermano Alegre al castillo. Se dio allí un buen banquete, y
cuando, al fin, le entró sueño, tendióse en el suelo, puesto que no
había cama, y no tardó en dormirse. Avanzada ya la noche, lo
despertó un fuerte ruido, y, al despabilarse, vio que en la
habitación había nueve demonios, de fea catadura, bailando en
círculo, a su alrededor. Díjoles Hermano Alegre: - ¡Bailad cuanto
queráis, pero no os acerquéis a mí!

Los diablos, sin embargo, se aproximaban cada vez más, hasta que
casi le pisotearon la cara con sus repugnantes pezuñas. - ¡Quietos,
fantasmas endiablados! -les gritó.

Pero los otros dale que dale, con creciente impertinencia. Al fin,
enfurecido el soldado, les gritó: - ¡Vais a ver cómo pongo paz en un
momento! -y, agarrando una pata de silla, arremetió contra toda
aquella caterva. Pero nueve diablos eran muchos diablos para un solo
soldado, y, a pesar de que el hombre zurraba de lo lindo a los que
tenía delante, los otros le tiraban de los cabellos por detrás y lo
dejaban hecho una lástima.

- ¡Gentuza del diablo! -exclamó al fin-. Esto pasa ya de la medida.
¡Ahora vais a ver! ¡Todos a mi mochila!

¡Pataplúm! ¡Ya los tienes todos adentro! Él ató la mochila y la echó
en un rincón. Instantáneamente quedó todo en silencio, y Hermano
Alegre, echándose de nuevo, pudo dormir tranquilo hasta bien entrada
la mañana. Acudieron entonces el hostelero y el noble propietario
del palacio, deseosos de ver qué tal le había ido la prueba, y, al
encontrarlo sano y satisfecho, le preguntaron admirados: - ¿No os
han hecho nada los espíritus?

¡Cómo no! -respondióles Hermano Alegre-. Ahí los tengo a los nueve
en la mochila. Podéis instalaros sin temor en vuestro palacio; desde
hoy, ninguno volverá a meterse en él.

Diole las gracias el dueño, recompensándolo ricamente y le propuso
que se quedase a su servicio, asegurándole que nada le faltaría
durante el resto de su vida.

- No -repuso el soldado-, estoy acostumbrado a la vida de
trotamundos y quiero seguirla.

Y se marchó. Al pasar por una herrería, entró y, poniendo la mochila
que contenía los nueve diablos sobre el yunque, pidió al herrero y
sus oficiales que empezasen a martillazos con ella. Los hombres se
armaron de grandes martillos y se pusieron a golpear con todas sus
fuerzas, mientras los diablos armaban un estrepitoso griterío.
Cuando, al fin, abrió la mochila, ocho estaban muertos, pero uno,
que había logrado refugiarse en un pliegue de la tela y seguía vivo,
saltó afuera y corrió a refugiarse al infierno.


Hermano Alegre continuó vagando por el mundo durante mucho tiempo
todavía, y quien supiera de sus aventuras podría contar de él y no
acabar. Pero, viejo al fin, comenzó a pensar en la muerte. Se
dirigió a la gruta de un ermitaño, que tenía fama de hombre piadoso,
y le dijo: - Estoy cansado de mi vida errante y ahora quisiera tomar
el camino que lleva al cielo.

- Hay dos caminos -respondióle el ermitaño-: uno, ancho y agradable,
conduce al infierno; otro, estrecho y duro, va al cielo.

- ¡Tonto sería -pensó Hermano Alegre- si eligiese el duro y
estrecho!

Y, así, tomó el holgado y agradable, que lo condujo ante un gran
portal negro, que era el del infierno. Llamó, y el portero acudió a
la mirilla a ver quién llegaba; al ver a Hermano Alegre tuvo un gran
sobresalto, pues era nada menos que el noveno de aquellos diablos
que habían quedado aprisionados en la mochila, el único que escapó
con vida, aunque con un ojo a la funerala. Corriendo rápidamente el
cerrojo, acudió el diablillo ante el jefe de los demonios y le dijo:
- Ahí fuera está uno con una mochila que quiere entrar. Pero no lo
permitáis, pues se metería el infierno entero en el morral. Una vez
estuve yo dentro, y por poco me mata a martillazos.

Hermano Alegre fue, pues, despedido del infierno; dijéronle que se
volviese, pues allí no entraría.

- Puesto que aquí no me quieren -pensó-, vamos a probar si me
admiten en el cielo. ¡En uno u otro sitio tengo que quedarme!

Y retrocedió para tomar el camino del paraíso. Cuando llamó a la
puerta, San Pedro se encontraba justamente en la portería;
reconociólo en seguida Hermano Alegre y pensó: «Éste es un viejo
amigo; aquí tendrás más suerte». Pero San Pedro le dijo: - Diríase
que quieres entrar en el cielo.

- Déjame entrar, hermano; en un lugar u otro tengo que refugiarme.
Si me hubiesen admitido en el infierno, no habría venido hasta aquí.

- No -replicóle San Pedro-, aquí no entras.

- Está bien; pero si no quieres dejarme pasar, quédate también con
la mochila; no quiero guardar nada que venga de ti ­dijo Hermano
Alegre.

- Dámela -respondió San Pedro. El soldado le alargó la mochila a
través de la reja, y el santo, entrándola en el cielo, la colgó al
lado de su asiento. Dijo entonces Hermano Alegre:

- ¡Ahora deseo estar dentro de la mochila! Y, ¡cataplúm!, en un
santiamén estuvo en ella, y, por tanto, en el cielo. Y San Pedro no
tuvo más remedio que admitirlo.

FIN


Cuentos Infantiles

EL TAMBOR


El tambor

Un anochecer caminaba un joven tambor por el campo, completamente
solo, y, al llegar a la orilla de un lago, vio tendidas en ellas
tres diminutas prendas de ropa blanca. «Vaya unas prendas bonitas!»,
se dijo, y se guardó una en el bolsillo. Al llegar a su casa,
metióse en la cama, sin acordarse, ni por un momento, de su
hallazgo. Pero cuando estaba a punto de dormirse, parecióle que
alguien pronunciaba su nombre. Aguzó el oído y pudo percibir una voz
dulce y suave que le decía: - ¡Tambor, tambor, despierta!

Como era noche oscura, no pudo ver a nadie; pero tuvo la impresión
de que una figura se movía delante de su cama.

- ¿Qué quieres? -preguntó.

- Devuélveme mi camisita -respondió la voz-; la que me quitaste
anoche junto al lago.

- Te la daré sí me dices quién eres -respondió el tambor.

- ¡Ah! clamó la voz-. Soy la hija de un poderoso rey; pero caí en
poder de una bruja y vivo desterrada en la montaña de cristal. Todos
los días, mis dos hermanas y yo hemos de ir a bañarnos al lago; pero
sin mi camisita no puedo reemprender el vuelo. Mis hermanas se
marcharon ya; pero yo tuve que quedarme. Devuélveme la camisita, te
lo ruego.

- Tranquilízate, pobre niña -dijo el tambor-. Te la daré con mucho
gusto-. Y, sacándosela del bolsillo, se la alargó en la oscuridad.
Cogióla ella y se dispuso a retirarse.

- Aguarda un momento -dijo el muchacho-. Tal vez pueda yo ayudarte.

- Sólo podrías hacerlo subiendo a la cumbre de la montaña de cristal
y arrancándome del poder de la bruja. Pero a la montaña no podrás
llegar; aún suponiendo que llegaras al pie, jamás lograrías escalar
la cumbre.

- Para mí, querer es poder -dijo el tambor-. Me inspiras lástima, y
yo no le temo a nada. Pero no sé el camino que conduce a la montaña.

- El camino atraviesa el gran bosque poblado de ogros ­respondió la
muchacha-. Es cuanto puedo decirte-. Y la oyó alejarse.

Al clarear el día púsose el soldadito en camino. Con el tambor
colgado del hombro, adentróse, sin miedo, en la selva y, viendo, al
cabo de buen rato de caminar por ella, que no aparecía ningún
gigante, pensó: «Será cosa de despertar a esos dormilones».

Puso el tambor ni posición y empezó a redoblarlo tan vigorosamente,
que las aves remontaron el vuelo con gran algarabía. Poco después se
levantaba un gigante, tan alto como un pino, que había estado
durmiendo sobre la hierba.

- ¡Renacuajo! -le gritó-, ¿cómo se te ocurre meter tanto ruido y
despertarme del mejor de los sueños?

- Toco -respondió el tambor- para indicar el camino a los muchos
millares que me siguen.

- ¿Y qué vienen a buscar a la selva? -preguntó el gigante.

- Quieren exterminamos y limpiar el bosque de las alimañas de tu
especie.

- ¡Vaya! -exclamó el monstruo-. Os mataré a pisotones, como si
fueseis hormigas.

- ¿Crees que podrás con nosotros? -replicó el tambor-. Cuando te
agaches para coger a uno, se te escapará y se ocultará; y en cuanto
te eches a dormir, saldrán todos de los matorrales y se te subirán
encima. Llevan en el cinto un martillo de hierro y te partirán el
cráneo.
Preocupóse el gigante y pensó: «Si no procuro entenderme con esta
gentecilla astuta, a lo mejor salgo perdiendo. A los osos y los
lobos les aprieto el gaznate; pero ante los gusanillos de la tierra
estoy indefenso». Oye, pequeño -prosiguió en alta voz-, retírate, y
te prometo que en adelante os dejaré en paz a ti y a los tuyos;
además, si tienes algún deseo que satisfacer, dímelo y te ayudaré.

- Tienes largas piernas -dijo el tambor- y puedes correr más que yo.
Si te comprometes a llevarme a la montaña de cristal, tocaré señal
de retirada, y por esta vez los míos te dejarán en paz.

- Ven, gusano -respondió el gigante-, súbete en mi hombro y te
llevaré adonde quieras.

Levantólo y, desde la altura, nuestro soldado se puso a redoblar con
todas sus fuerzas. Pensó el gigante: «Debe de ser la señal de que se
retiren los otros». Al cabo de un rato salióles al encuentro un
segundo gigante que, cogiendo al tamborcillo, se lo puso en el ojal.
El soldado se agarró al botón, que era tan grande como un plato, y
se puso a mirar alegremente en derredor. Luego se toparon con un
tercero, el cual sacó al hombrecillo del ojal y se lo colocó en el
ala del sombrero; y ahí tenemos a nuestro soldado, paseando por
encima de los pinos. Divisó a lo lejos una montaña azul y pensó:
«Ésa debe de ser la montaña de cristal», y, en efecto, lo era. El
gigante dio unos cuantos pasos y llegaron al pie del monte, donde se
apeó el tambor. Ya en tierra, pidió al grandullón que lo llevase a
la cumbre; pero el grandullón sacudió la cabeza y, refunfuñando algo
entre dientes, regresó al bosque.

Y ahí tenemos al pobre tambor ante la montaña, tan alta como si
hubiesen puesto tres, una encima de otra, y, además, lisa como un
espejo. ¿Cómo arreglárselas? Intentó la escalada, pero en vano,
resbalaba cada vez. «¡Quién tuviese alas!» -suspiró; pero de nada
sirvió desearlo; las alas no le crecieron. Mientras estaba perplejo
sin saber qué hacer, vio a poca distancia dos hombres que disputaban
acaloradamente. Acercándose a ellos, se enteró de que el motivo de
la riña era una silla de montar colocada en el suelo y que cada uno
quería para sí.

- ¡Qué necios sois! -díjoles-. Os peleáis por una silla y ni
siquiera tenéis caballo.

- Es que la silla merece la pena -respondió uno de los hombres-.
Quien se suba en ella y manifiesta el deseo de trasladarse adonde
sea, aunque se trate del fin del mundo, en un instante se encuentra
en el lugar pedido. La silla es de los dos, y ahora me toca a mí
montarla, pero éste se opone.

- Yo arreglaré la cuestión -dijo el tambor; se alejó a cierta
distancia y clavó un palo blanco en el suelo. Luego volvió a los
hombres y dijo:

- El palo es la meta; el que primero llegue a ella, ése montará
antes que el otro.

Emprendieron los dos la carrera, y en cuanto se hubieron alejado un
trecho, nuestro mozo se subió en la silla y, expresando el deseo de
ser transportado a la cumbre de la montaña de cristal, encontróse en
ella en un abrir y cerrar de ojos. La cima era una meseta, en la
cual se levantaba una vieja casa de piedra; delante de la casa se
extendía un gran estanque y detrás quedaba un grande y tenebroso
bosque. No vio seres humanos ni animales; reinaba allí un silencio
absoluto, interrumpido solamente por el rumor del viento entre los
árboles, y las nubes se deslizaban raudas, a muy poca altura, sobre
su cabeza. Se acercó a la puerta y llamó. A la tercera llamada se
presentó a abrir una vieja de cara muy morena y ojos encarnados;
llevaba anteojos cabalgando sobre su larga nariz y mirándolo con
expresión escrutadora, le preguntó qué deseaba.

- Entrada, comida y cama -respondió el tambor.

- Lo tendrás -replicó la vieja- si te avienes antes a hacer tres
trabajos.

- ¿Por qué no? -dijo él-. No me asusta ningún trabajo por duro que
sea.

Franqueóle la mujer el paso, le dio de comer y, al llegar la noche,
una cama. Por la mañana, cuando ya estaba descansado, la vieja se
sacó un dedal del esmirriado dedo, se lo dio y le dijo: - Ahora, a
trabajar. Con este dedal tendrás que vaciarme todo el estanque.
Debes terminar antes del anochecer, clasificando y disponiendo por
grupos todos los peces que contiene.

- ¡Vaya un trabajo raro! -dijo el tambor, y se fue al estanque para
vaciarlo. Estuvo trabajando toda la mañana; pero, ¿qué puede hacerse
con un dedal ante tanta agua, aunque estuviera uno vaciando durante
mil años? A mediodía pensó: «Es inútil; lo mismo da que trabaje como
que lo deje.», y se sentó a la orilla. Vino entonces de la casa una
muchacha y, dejando a su lado un cestito con la comida, le dijo: -
¿Qué ocurre, pues te veo muy triste?


Alzando él la mirada, vio que la doncella era hermosísima, -¡Ay! -le
respondió-. Si no puedo hacer el primer trabajo, ¿cómo serán los
otros? Vine para redimir a una princesa que debe habitar aquí; pero
no la he encontrado. Continuaré mi ruta.

- Quédate -le dijo la muchacha-, yo te sacaré del apuro. Estás
cansado; reclina la cabeza sobre mi regazo, y duerme. Cuando
despiertes, la labor estará terminada.

El tambor no se lo hizo repetir, y, en cuanto se le cerraron los
ojos, la doncella dio la vuelta a una sortija mágica y pronunció las
siguientes palabras: -Agua, sube. Peces, afuera.

Inmediatamente subió el agua, semejante a una blanca niebla, y se
mezcló con las nubes, mientras los peces coleteaban y saltaban a la
orilla, colocándose unos al lado de otros, distribuidos por especies
y tamaños. Al despertarse, el tambor comprobó, asombrado, que ya
estaba hecho todo el trabajo. Pero la muchacha le dijo:
- Uno de los peces no está con los suyos, sino solo. Cuando la vieja
venga esta noche a comprobar si está listo el trabajo que te
encargó, te preguntará: «¿Qué hace este pez aquí solo?». Tíraselo
entonces a la cara, diciéndole: «¡Es para ti, vieja bruja!».

Presentóse la mujer a la hora del crepúsculo y, al hacerle la
pregunta, el tambor le arrojó el pez a la cara. Simuló ella no
haberlo notado y nada dijo; pero de sus ojos escapóse una mirada
maligna.

A la mañana siguiente lo llamó de nuevo: - Ayer te saliste
fácilmente con la tuya; pero hoy será más difícil. Has de talarme
todo el bosque, partir los troncos y disponerlos en montones; y debe
quedar terminado al anochecer.
Y le dio un hacha, una maza y una cuña; pero la primera era de
plomo, y las otras, de hojalata. A los primeros golpes, las
herramientas se embotaron y aplastaron, dejándolo desarmado. Hacia
mediodía, volvió la muchacha con la comida y lo consoló: - Descansa
la cabeza en mi regazo y duerme; cuando te despiertes, el trabajo
estará hecho.

Dio vuelta al anillo milagroso, y, en un instante, desplomóse el
bosque entero con gran estruendo, partiéndose la madera por sí sola
y estibándose en montones; parecía como si gigantes invisibles
efectuasen la labor. Cuando se despertó, díjole la doncella: - ¿Ves?
La madera está partida y amontonada; sólo queda suelta una rama.
Cuando, esta noche, te pregunte la vieja por qué, le das un estacazo
con la rama y le respondes: «¡Esto es para ti, vieja bruja!».

Vino la vieja: - ¿Ves -le dijo- qué fácil resultó el trabajo? Pero,
¿qué hace ahí esa rama?

- ¡Es para ti, vieja bruja! -respondióle el mozo, dándole un golpe
con ella.

La mujer hizo como si no lo sintiera, y, con una risa burlona, le
dijo: - Mañana harás un montón de toda esta leña, le prenderás fuego
y habrá de consumirse completamente.

Levantóse el tambor a las primeras luces del alba para acarrear la
leña; pero, ¿cómo podía un hombre solo transportar todo un bosque?
El trabajo no adelantaba. Pero la muchacha no lo abandonó en su
cuita; trájole a mediodía la comida y, después que la hubo tomado,
sentóse, con la cabeza en su regazo, y se quedó dormido.

Cuando se despertó, ardía toda la pira en llamas altísimas, cuyas
lenguas llegaban al cielo. - Escúchame -le dijo la doncella-: cuando
venga la bruja, te mandará mil cosas; haz, sin temor, cuanto te
ordene; sólo así no podrá nada contigo; pero si tienes miedo, serás
víctima del fuego. Finalmente, cuando ya lo hayas realizado todo, la
agarras con ambas manos y la arrojas a la hoguera.

Marchóse la muchacha y, a poco, presentóse la vieja: - ¡Uy, qué frío
tengo! -exclamó-. Pero ahí arde un fuego que me calentará mis viejos
huesos. ¡Qué bien! Allí veo un tarugo que no quema; sácalo. Si lo
haces, quedarás libre y podrás marcharte adonde quieras. ¡Ala,
adentro sin miedo!

El tambor no se lo pensó mucho y saltó en medio de las llamas; pero
éstas no lo quemaron, ni siquiera le chamuscaron el cabello. Cogió
el tarugo y lo sacó de la pira. Mas apenas la madera hubo tocado el
suelo, transformóse, y nuestro mozo vio de pie ante él a la hermosa
doncella que le había ayudado en los momentos difíciles. Y por los
vestidos de seda y oro que llevaba, comprendió que se trataba de la
princesa. La vieja prorrumpió en una carcajada diabólica y dijo: -
Piensas que ya es tuya; pero no lo es todavía.

Y se disponía a lanzarse sobre la doncella para llevársela; pero él
agarró a la bruja con ambas manos, levantóla en el aire y la arrojó
entre las llamas, que enseguida se cerraron sobre ella, como ávidas
de devorar a la hechicera.

La princesa se quedó mirando al tambor, y, al ver que era un mozo
gallardo y apuesto, y pensando que se había jugado la vida para
redimirla, alargándole la mano le dijo: - Te has expuesto por mí;
ahora, yo lo haré por ti. Si me prometes fidelidad, serás mi esposo.
No nos faltarán riquezas; tendremos bastantes con las que la bruja
ha reunido aquí.

Condújolo a la casa, donde encontraron cajas y cajones repletos de
sus tesoros. Dejaron el oro y la plata, y se llevaron únicamente las
piedras preciosas. No queriendo permanecer por más tiempo en la
montaña de cristal, dijo el tambor a la princesa: - Siéntate en mi
silla y bajaremos volando como aves.

- No me gusta esta vieja silla -respondió ella-. Sólo con dar vuelta
a mi anillo mágico estamos en casa.

- Bien -asintió él-; entonces, pide que nos sitúe en la puerta de la
ciudad. Estuvieron en ella en un santiamén, y el tambor dijo: -
Antes quiero ir a ver a mis padres y darles la noticia. Aguárdame tú
aquí en el campo; no tardaré en regresar.

- ¡Ay! -exclamó la doncella-. Ve con mucho cuidado; cuando llegues a
casa, no beses a tus padres en la mejilla derecha, si lo hicieses,
te olvidarías de todo, y yo me quedaría sola y abandonada en el
campo.

- ¿Cómo es posible que te olvide? -contestó él; y le prometió estar
muy pronto de vuelta.

Cuando llegó a la casa paterna, nadie lo conoció. ¡Tanto había
cambiado! Pues resulta que los tres días que pasara en la montaña
habían sido, en realidad, tres largos años. Diose a conocer, y sus
padres se le arrojaron al cuello locos de alegría; y estaba el mozo
tan emocionado que, sin acordarse de la recomendación de su
prometida, los besó en las dos mejillas. Y en el momento en que
estampó el beso en la mejilla derecha, borrósele por completo de la
memoria todo lo referente a la princesa. Vaciándose los bolsillos,
puso sobre la mesa puñados de piedras preciosas, tantas, que los
padres no sabían qué hacer con tanta riqueza. El padre edificó un
magnífico castillo rodeado de jardines, bosques y prados, como si se
destinara a la residencia de un príncipe. Cuando estuvo terminado,
dijo la madre: - He elegido una novia para ti; dentro de tres días
celebraremos la boda.


El hijo se mostró conforme con todo lo que quisieron sus padres. La
pobre princesa estuvo aguardando largo tiempo a la entrada de la
ciudad la vuelta de su prometido. Al anochecer, dijo: - Seguramente
ha besado a sus padres en la mejilla derecha, y me ha olvidado.

Llenóse su corazón de tristeza y pidió volver a la solitaria casita
del bosque, lejos de la Corte de su padre. Todas las noches volvía a
la ciudad y pasaba por delante de la casa del joven, él la vio
muchas veces, pero no la reconoció. Al fin, oyó que la gente decía:
- Mañana se celebra su boda. «Intentaré recobrar su corazón», pensó
ella. Y el primer día de la fiesta, dando vuelta al anillo mágico,
dijo: - Quiero un vestido reluciente como el sol.

En seguida tuvo el vestido en sus manos; y su brillo era tal, que
parecía tejido de puros rayos. Cuando todos los invitados se
hallaban reunidos, entró ella en la sala. Todos los presentes se
admiraron al contemplar un vestido tan magnífico; pero la más
admirada fue la novia, cuyo mayor deseo era el conseguir aquellos
atavíos. Se dirigió, pues, a la desconocida y le preguntó si quería
venderlo.

- No por dinero -respondió ella-, pero os lo daré si me permitís
pasar la noche ante la puerta de la habitación del novio.
La novia, con el afán de poseer la prenda, accedió; pero mezcló un
somnífero en el vino que servíase al novio, por lo que éste quedó
sumido en profundo sueño. Cuando ya reinó el silencio en todo el
palacio, la princesa, pegándose a la puerta del aposento y
entreabriéndola, dijo en voz alta:

«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».

Pero todo fue en vano; el tambor no se despertó, y, al llegar la
mañana, la princesa hubo de retirarse sin haber conseguido su
propósito. Al atardecer del segundo día, volvió a hacer girar el
anillo y dijo: - Quiero un vestido plateado como la luna.

Y cuando se presentó en la fiesta en su nuevo vestido, que competía
con la luna en suavidad y delicadeza, despertó de nuevo la codicia
de la novia, logrando también su conformidad de que pasase la
segunda noche ante la puerta del dormitorio. Y, en medio del
silencio nocturno, volvió a exclamar:

«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».

Pero el tambor, bajo los efectos del narcótico, no se despertó
tampoco, y la muchacha, al llegar la mañana, hubo de regresar.
tristemente, a su casa del bosque.

Pero las gentes del palacio habían oído las lamentaciones de la
princesa y dieron cuenta de ello al novio, diciéndole también que a
él le era imposible oírla, porque en el vino que se tomaba al
acostarse mezclaban un narcótico. Al tercer día, la princesa dio
vuelta al prodigioso anillo y dijo: - Quiero un vestido centelleante
como las estrellas.

Al aparecer en la fiesta, la novia quedó anonadada ante la
magnificencia del nuevo traje, mucho más hermoso que los anteriores,
y dijo: - Ha de ser mío, y lo será.

La princesa se lo cedió como las veces anteriores, a cambio del
permiso de pasar la noche ante la puerta del aposento del novio.
Éste. empero, no se tomó el vino que le sirvieron al ir a acostarse,
sino que lo vertió detrás de la cama. Y cuando ya en toda la casa
reinó el silencio, pudo oír la voz de la doncella, que le decía:

«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».

Y, de repente, recuperó la memoria. - ¡Ay -exclamó-, cómo es posible
que haya obrado de un modo tan desleal! Tuvo la culpa el beso que di
a mis padres en la mejilla derecha; él me aturdió.

Y, precipitándose a la puerta y tomando de la mano a la princesa, la
llevó a la cama de sus padres. - Ésta es mi verdadera prometida -les
dijo-, y si no me caso con ella, cometeré una grandísima injusticia.

Los padres, al enterarse de todo lo sucedido, dieron su
consentimiento. Fueron encendidas de nuevo las luces de la sala,
sonaron tambores y trompetas, envióse invitación a amigos y
parientes, y celebróse la boda con la mayor alegría. La otra
prometida se quedó con los hermosos vestidos, y con ellos se dio por
satisfecha

FIN

Cuentos Infantiles

LA CASA DE CHOCOLATE


La Casa de Chocolate

Había una vez una pobre familia que vivía en su perdido bosque lejos
de todos sitios. Tenían dos hijos, el chico se llamaba Haensel y la
chica, Gretel. Todos los días Haensel y Gretel iban con su padre a
buscar leña para su casa. Un día, salieron con su padre en busca de
ramitas. Su papá les advirtió que no se distrajeran porque se
podrían perder, pero Haensel y Gretel no le hicieron mucho caso
porque estaban jugando. Al llegar a la mitad del camino, su papá les
dijo: "Vamos a separarnos, vosotros dos ir por allí, y yo iré por
aquí, pero antes del anochecer tenéis que estar aquí para volver
juntos a casa, ¿vale?". "Sí, papá, no te preocupes." "Bueno, hijos,
tened cuidado, dadme un beso."

Los dos hermanos besaron a su padre y alegremente se fueron cantando
y saltando mientras cogían ramas. Tan bien se lo estaban pasando que
no se fijaron en el camino que estaban recorriendo y de repente se
dieron cuenta de que estaban perdidos. Haensel se asustó mucho, pero
su hermana que era un poco más valiente que él le dijo: "No te
preocupes hermanito, todavía no ha anochecido, seguro que
encontramos el camino de vuelta." Haensel y Gretel empezaron a andar
sin saber muy bien hacia donde iban y con miedo porque pronto
anochecería. De pronto, ¡qué sorpresa!, ¡no se lo podían creer! ¡Era
una casa de chocolate allí, en medio del bosque! Al principio, los
dos hermanos no se atrevían a acercarse, pero decidieron cogerse de
la mano e ir juntos. Miraron por la ventana y vieron que no había
nadie dentro. Por fuera de la casa tenía ladrillos de chocolate,
tejado de mazapán, cristales de caramelo. Tenían mucha hambre y
pensaron que si le daban un bocado a un ladrillo no pasaría nada y
así lo hicieron. Mientras comían se dieron cuenta que la puerta de
la casa estaba abierta. Decidieron entrar. ¡Qué susto cuando vieron
lo que allí había! Un gran fuego con un enorme caldero y jaulas que
colgaban del techo, sapos y culebras en botes ¡Qué asco! Estaban
ensimismados mirando y, de pronto... ¡Ja, Ja, Ja, Ja!

Era la risa de una fea bruja que entró en la casa montada en su
escoba y tras de sí cerró la puerta con llave y Haensel y Gretel
quedaron allí atrapados. La bruja los cogió y metió a cada niño en
una jaula, cerro y colgó la llave en la pared, diciendo: "¡Creíais
que os podías comer mi casa! Ja, Ja. Pues ahora quién os comerá seré
yo, pero antes tenéis que engordar porque estáis muy flacos. Y así
cada día la bruja les daba mucho de comer y les pedía que sacaran el
brazo entre los barrotes, pero Haensel que muy inteligente, se dio
cuenta que la bruja apenas veía y cuando ella le decía que sacara el
brazo, él y su hermana sacaban un hueso de pollo y así la bruja
decidía no comérselos aún, hasta que se cansó y dijo: "¡Ya está
bien! Me da igual lo flaco que estés, te comeré a tí primero." La
bruja cogió la llave y sacó a Haensel de la jaula. Se enfadó mucho
al notar que el niño estaba más gordito y que la había engañado. Se
enfadó tanto que se olvidó que la llave la había dejado puesta en la
jaula. Mientras la bruja gritaba y metía a Haensel en el caldero,
Gretel cogió la llave, salió de su jaula, agarró la escoba en que la
bruja volaba y le atizó en la cabeza, entonces su hermano y ella
subieron a la escoba y salieron volando de allí. La bruja quería
perseguirlos pero no podía hacer nada sin su escoba, así que no pudo
agarrarlos.

Los dos hermanos se dirigieron alegremente a su casa, y ¡cuál fue la
sorpresa de sus padres cuando los vieron llegar sanos y salvos en la
escoba! Se besaron y abrazaron felizmente, utilizaron la escoba para
ir de pueblo en pueblo vendiendo leña y así nunca les faltó para
comer, y además los dos hermanos aprendieron una gran lección:
"Nunca hay que fiarse de las apariencias". Por eso si veis a un
desconocido que os llama, aunque parezca bueno.... No os fiéis.

FIN

Cuentos Infantiles

GULLIVER EN LILIPUT


Gulliver en Liliput


Durante muchos días, el hermoso velero en el que viajaba Gulliver
había navegado plácidamente hasta que, al aventurarse por las aguas
de las Indias Orientales, una violentísima tempestad empezó a
zarandear el barco como si fuera una cascara de nuez. Impresionantes
olas barrían la cubierta y abatían los mástiles con sus velas. Al
llegar la noche, una gigantesca ola levantó el barco por la parte de
popa y lo lanzó de proa contra el hirviente remolino entre un
espantoso crujir de maderas y los gritos de los hombres.
-¡Sálvese quien pueda! - Gritó el capitán.
No hubo ni tiempo de arrojar los botes al agua y cada uno trató
de ponerse a salvo alejándose del barco que se hundía por momentos.
Empujado por el viento, cegado por la espuma, Gulliver nadaba en
medio de las tinieblas. Pasaba el tiempo y la fatiga hacía presa en
él.
"Mis fuerzas se agotan", pensaba; "no podré resistir mucho"
De pronto, noto que su pie chocaba contra algo firme. Unas
brazadas más y se encontró en una playa.
- ¡Estoy salvado! - murmuró con sus últimas fuerzas, antes de
dejarse caer sobre la arena. Al punto, se quedó profunda y
plácidamente dormido.
Él no podía saber que había llegado a Liliput, el país donde los
hombres, los animales y las plantas eran diminutos. Por otra parte,
no había tenido tiempo de ver nada ni a nadie. En cambio, los vigías
de ese reino sí le vieron a él y corrieron a la ciudad para dar la
voz de alarma.
- ¡Ha llegado un gigante!
Inmediatamente todas las gentes de Liliput se encaminaron hacia
la playa, no sin temor. Llegaban despacito y, desde lejos
curioseaban al grandullón.
- Tenemos que impedir que nos ataque - dijo un leñador-. ¡Vayamos
a por cuerdas para atarle!
En medio de una frenética actividad, todos se dedicaron al
acarreo de estacas y cuerdas. Luego rodearon a Gulliver y empezaron
a clavar las estacas en la arena con gran habilidad. Seguidamente,
treparon sobre su cuerpo y fueron realizando un trenzado de cuerdas
habilidoso y práctico, sujetando las cuerdas en las estacas.
El sol había empezado a calentar cuando un viejecito que se
apoyaba en un diminuto bastón, toco sin querer la nariz del
prisionero, que estornudó aparatosamente.
¡Que conmoción! Muchos hombres salieron despedidos, otros
emprendieron la huida. Gulliver notó que delgadas cuerdas lo
sujetaban y sintió algo que le pasaba sobre el pecho; dirigió la
mirada hacia abajo y descubrió una diminuta criatura con arco y
flecha en las manos y un carcaj a la espalda. No menos de otros
cuarenta seres similares corrían por su cuerpo.
En su prisa por huir, algunos rodaron y se hicieron numerosos
coscorrones. Muertos de miedo, los liliputienses fueron a esconderse
tras las rocas, los árboles o en las madrigueras.
- ¿Qué es esto? - exclamó el náufrago-. ¿Quién me ha hecho
prisionero?
Sin más que un pequeño esfuerzo se incorporó, haciendo saltar las
cuerdas. Y al observar de reojo el temor con que se le contemplaba,
fue incapaz de contener la risa.
Quizá porque le vieron reír y porque no se levantaba, los
liliputienses avanzaron un poquito hacia el extraño visitante.
- Acercaos, no soy ningún ogro - dijo Gulliver.
Pero se dio cuenta de que no le entendían y fue probando con los
muchos idiomas que conocía hasta acertar con el utilizado en
Liliput.
- Hola amigos...
Los liliputienses vieron en estas dos palabras buena voluntad y
se acercaron un poco más. Por otra parte, como jamás habían visto
gigante alguno, tampoco querían perderse el acontecimiento.
Pero el náufrago estaba hambriento y, con su mejor sonrisa, dijo:

- Amigos, os agradecería que me trajerais algo de comer.
Un poco por la sonrisa y otro poco porque les convenía conquistar
su favor, los hombrecillos le aseguraron que iba a estar muy bien
servido. Con gran presteza le presentaron una opípara comida. Cierto
que los bueyes de Liliput eran como gorriones para el visitante y
necesitó unos pocos para saciar su apetito. En cuanto a los barriles
de vino, se le antojaban dedales e iba despachando cuantos le
servían con la mayor facilidad.
Mientras comía, los liliputienses se dedicaron a contarle su vida
y milagros. Supo el viajero que estaban gobernados por Lilipín I,
rey justo y bueno y que por aquellos días se hallaban en guerra con
los enanos del país vecino. Esta situación les afligía mucho.
- ¡Mirad! - Anunció un enano pelirrojo. Ahí llegan Sus
Majestades.
En efecto, los monarcas, rodeados de toda su corte, se acercaban
deferentes, tras abandonar su lindo carruaje en el que llegaron,
curiosamente arrastrado por seis ratones blancos.
La reverencia con que Gulliver recibió a los soberanos agradó
mucho al rey Lilipín y extasió a la reina Lilipina. Pronto el rey y
el viajero entablaron una animada conversación.
Descubrió Gulliver que el monarca era inteligente, pues le habló
de las máquinas que usaban para cortar árboles y arrastrar la
madera, y de otros ingenios muy interesantes. También Lilipín
descubrió la valía del viajero.
- Veo que posees una gran inteligencia, Gulliver, y espero que te
agrade el favor que mis súbditos te dispensan. Todos deseamos que te
encuentres en Liliput como en tu propia casa.
- Estoy muy agradecido, Majestad - respondió Gulliver,
inclinándose.
- Ejem... Si alguien atacara tu casa la defenderías. ¿No es así?
- Así es, Majestad, pero... no os comprendo...
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EL VIAJERO EXTRAVIADO


El viajero extraviado

Erase un campesino suizo, de violento carácter, poco simpático con
sus semejantes y cruel con los animales, especialmente los perros, a
los que trataba a pedradas.
Un día de invierno, tuvo que aventu-rarse en las montañas nevadas
para ir a recoger la herencia de un pariente, pero se perdió en el
camino. Era un día terrible y la tempestad se abatió sobre él. En
medio de la oscuridad, el hombre resbaló y fue a caer al abismo.
Entonces llamó a gritos, pidiendo auxilio, pero nadie llegaba en su
socorro. Tenía una pierna rota y no podía salir de allí por sus
propios medios.
-Dios mío, voy a morir congelado...
-se dijo.
Y de pronto, cuando estaba a punto de perder el conocimiento, sintió
un aliento cálido en su cara. Un hermoso perrazo le estaba dando
calor con inteligencia casi humana. Llevaba una manta en el lomo y
un barrilito de alcohol sujeto al cuello. El campesino se apresuró a
tomar un buen trago y a envolverse en la manta. Después se tendió
sobre la espalda del animal que, trabajosamente, le llevó hasta
lugar habitado, salvándole la vida.
¿Sabéis, amiguitos qué hizo el campesino con su herencia? Pues
fundar un hogar para perros como el que le había salvado, llamado
San Bernardo. Se dice que aquellos animales salvaron muchas vidas en
los inviernos y que adoraban a su dueño...
FIN

Cuentos Infantiles

EL TRAJE DEL EMPERADOR


El Traje del Emperador

Hubo una vez un emperador que era muy presumido, sólo pensaba en
comprarse vestidos. Tenía un grupo muy numeroso de sastres que
constantemente le hacían nuevos ropajes, porque deseaba ser el
emperador mejor vestido de todos los reinos del mundo.
Cierto día llegaron al palacio imperial dos pícaros muchachos,
pidiendo ser recibidos por su majestad. Decían que eran unos
afamados sastres que venían de lejanas tierras. El emperador, al
conocer la noticia, les hizo pasar inmediatamente.
- Majestad, hemos traído una tela que es una maravilla -dijo uno de
los pícaros.
- No la pueden ver los ignorantes, pero a los inteligentes les gusta
mucho -dijo el otro.
El emperador se entusiasmó con lo que decían y pidió a los falsos
sastres que le comenzaran inmediatamente un vestido con aquella
tela, que enseñaría a todo el mundo.
Los pícaros pidieron para los gastos grandes sumas de dinero y joyas
valiosísimas. Hacían creer que cortaban y cosían el vestido, cuando,
en realidad, no cosían nada. Y aquellos que lo veían, para que no
les llamaran ignorantes, decían que era un vestido muy original.
Llegó el día en que el emperador fue a probarse el famoso vestido.
Cuando se lo presentaron quedó admirado. ¡No veía el vestido! Y para
que sus súbitos no pensaran que no era inteligente, decidió
disimular.
Todo el pueblo esperaba que pasara el emperador, ya que tenía gran
curiosidad sobre cómo sería el majestuoso ropaje. Entonces apareció
el emperador. Iba caminando desnudo ante el asombro de todos.
Un gran silencio se hizo en la calle, pero nadie dijo nada para que
no se le llamara ignorante. Sólo un niño, con su inocencia, dijo:
- ¡Mirad, mirad, el emperador va desnudo!
Ante esto, todo el mundo dijo lo mismo y el emperador sintió mucha
vergüenza. Fue un día triste para él, Aprendió una gran lección: LO
IMPORTANTE EN ESTA VIDA NO SON LOS R0PAJES, SINO SER SINCERO EN TODO
LO QUE HACES.
FIN

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EL SOLDADITO DE PLOMO


El Soldadito de Plomo


Había una vez un juguetero que fabricó un ejército de soldaditos de
plomo, muy derechos y elegantes. Cada uno llevaba un fusil al
hombro, una chaqueta roja, pantalones azules y un sombrero negro
alto con una insignia dorada al frente. Al juguetero no le alcanzó
el plomo para el último soldadito y lo tuvo que dejar sin una
pierna.

Pronto, los soldaditos se encontraban en la vitrina de una tienda de
juguetes. Un señor los compró para regalárselos a su hijo de
cumpleaños. Cuando el niño abrió la caja, en presencia de sus
hermanos, el soldadito sin pierna le llamó mucho la atención.
El soldadito se encontró de pronto frente a un castillo de cartón
con cisnes flotando a su alrededor en un lago de espejos.

Frente a la entrada había una preciosa bailarina de papel. Llevaba
una falda rosada de tul y una banda azul sobre la que brillaba una
lentejuela. La bailarina tenía los brazos alzados y una pierna
levantada hacia atrás, de tal manera que no se le alcanzaba a ver.
¡Era muy hermosa!

"Es la chica para mí", pensó el soldadito de plomo, convencido de
que a la bailarina le faltaba una pierna como a él. Esa noche,
cuando ya todos en la casa se habían ido a dormir, los juguetes
comenzaron a divertirse. El cascanueces hacía piruetas mientras que
los demás juguetes bailaban y corrían por todas partes.

Los únicos juguetes que no se movían eran el soldadito de plomo y la
hermosa bailarina de papel. Inmóviles, se miraban el uno al otro. De
repente, dieron las doce de la noche. La tapa de la caja de
sorpresas se abrió y de ella saltó un duende con expresión malvada.

-¿Tú qué miras, soldado? -gritó. El soldadito siguió con la mirada
fija al frente.

-Está bien. Ya verás lo que te pasará mañana -anunció el duende.

A la mañana siguiente, el niño jugó un rato con su soldadito de
plomo y luego lo puso en el borde de la ventana, que estaba abierta.
A lo mejor fue el viento, o quizás fue el duende malo, lo cierto es
que el soldadito de plomo se cayó a la calle.

El niño corrió hacia la ventana, pero desde el tercer piso no se
alcanzaba a ver nada.

-¿Puedo bajar a buscar a mi soldadito? -preguntó el niño a la
criada. Pero ella se negó, pues estaba lloviendo muy fuerte para que
el niño saliera. La criada cerró la ventana y el niño tuvo que
resignarse a perder su juguete.

Afuera, unos niños de la calle jugaban bajo la lluvia. Fueron ellos
quienes encontraron al soldadito de plomo cabeza abajo, con el fusil
clavado entre dos adoquines.

-¡Hagámosle un barco de papel! -gritó uno de los chicos. Llovía tan
fuerte que se había formado un pequeño río por los bordes de las
calles. Los chicos hicieron un barco con un viejo periódico,
metieron al soldadito allí y lo pusieron a navegar.

El sodadito permanecía erguido mientras el barquito de papel se
dejaba llevar por la corriente. Pronto se metió en una alcantarilla
y por allí siguió navegando.

"¿A dónde iré a parar?" pensó el soldadito. "El culpable de esto es
el duende malo. Claro que no me importaría si estuviera conmigo la
hermosa bailarina."

En ese momento, apareció una rata enorme.

-¡Alto ahí! -gritó con voz chillona-. Págame el peaje.

Pero el soldadito de plomo no podía hacer nada para detenerse. El
barco de papel siguió navegando por la alcantarilla hasta que llegó
al canal. Pero, ya estaba tan mojado que no pudo seguir a flote y
empezó a naufragar. Por fin, el papel se deshizo completamente y el
erguido soldadito de plomo se hundió en el agua. Justo antes de
llegar al fondo, un pez gordo se lo tragó.

-¡Qué oscuro está aquí dentro! -dijo el soldadito de plomo-. ¡Mucho
más oscuro que en la caja de juguetes!

El pez, con el soldadito en el estómago, nadó por todo el canal
hasta llegar al mar. El soldadito de plomo extrañaba la habitación
de los niños, los juguetes, el castillo de cartón y extrañaba sobre
todo a la hermosa bailarina.

"Creo que no los volveré a ver nunca más", suspiró con tristeza. El
soldadito de plomo no tenía la menor idea de dónde se hallaba. Sin
embargo, la suerte quiso que unos pescadores pasaran por allí y
atraparan al pez con su red.

El barco de pesca regresó a la ciudad con su cargamento. Al poco
tiempo, el pescado fresco ya estaba en el mercado; justo donde hacía
las compras la criada de la casa del niño. Después de mirar la
selección de pescados, se decidió por el más grande: el que tenía al
soldadito de plomo adentro.

La criada regresó a la casa y le entregó el pescado a la cocinera.

-¡Qué buen pescado! -exclamó la cocinera.

Enseguida, tomó un cuchillo y se dispuso a preparar el pescado para
meterlo al horno.

-Aquí hay algo duro -murmuró. Luego, llena de sorpresa, sacó al
soldadito de plomo.

La criada lo reconoció de inmediato.

-¡Es el soldadito que se le cayó al niño por la ventana! -exclamó.

El niño se puso muy feliz cuando supo que su soldadito de plomo
había aparecido. El soldadito, por su parte, estaba un poco
aturdido. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad. Finalmente, se
dio cuenta de que estaba de nuevo en casa. En la mesa vio los mismos
juguetes de siempre, y también el castillo con el lago de espejos.
Al frente estaba la bailarina, apoyada en una pierna. Habría llorado
de la emoción si hubiera tenido lágrimas, pero se limitó a mirarla.
Ella lo miraba también.

De repente, el hermano del niño agarró al soldadito de plomo
diciendo:

-Este soldado no sirve para nada. Sólo tiene una pierna. Además,
apesta a pescado.

Todos vieron aterrados cómo el muchacho arrojaba al soldadito de
plomo al fuego de la chimenea. El soldadito cayó de pie en medio de
las llamas. Los colores de su uniforme desvanecían a medida que se
derretía. De pronto, una ráfaga de viento arrancó a la bailarina de
la entrada del castillo y la llevó como a un ave de papel hasta el
fuego, junto al soldadito de plomo. Una llamarada la consumió en un
segundo.

A la mañana siguiente, la criada fue a limpiar la chimenea. En medio
de las cenizas encontró un pedazo de plomo en forma de corazón. Al
lado, negra como el carbón, estaba la lentejuela de la bailarina.

FIN


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